Opinión
Nalliely Hernández
01/09/2025 | Mérida, Yucatán
A primera vista, parecería que la ciencia y la política son actividades muy distintas. Resulta intuitivo pensar que la ciencia es una actividad objetiva, ordenada, progresiva y racional. Por el contrario, la política suele pensarse como una actividad que depende de intereses subjetivos, que puede ser caótica, sujeta a las contingencias de la historia, y que a veces resulta hasta irracional. Sin embargo, un análisis detenido de estas actividades puede darnos otra lectura.
Hace más de 50 años, que el historiador y filósofo de la ciencia Thomas Kuhn publicó su polémico libro La estructura de las revoluciones científicas. En él, Kuhn proponía una analogía entre los cambios científicos y los políticos. A pesar de que la mayoría de sus antecesores describieron a la ciencia como una actividad que estaba guiada por un método que verifica o refuta las teorías a través de su contrastación con la experiencia, el físico y filósofo estadunidense se dio cuenta de que la actividad científica era más compleja. Por un lado, en algunos casos la experiencia no permite elegir entre hipótesis científicas usando la contrastación; podemos tener teorías que predicen o explican con el mismo éxito los mismos fenómenos. Por otro lado, cuando una teoría aceptada fracasa en sus explicaciones, normalmente, los científicos esperan que estas deficiencias teóricas se resuelvan más adelante con la misma teoría; no queda inmediatamente refutada. Más aún, nos explica Kuhn, existen problemas formulados en una teoría científica que no tienen sentido en otra.
Como conclusión de su análisis, Kuhn sugiere que la evolución de la ciencia se parece más a una revolución política. Dicho brevemente, tenemos un paradigma científico normalizado y un régimen político establecido, y ambos guían en la resolución de problemas (por ejemplo, la democracia liberal o la física newtoniana), cuando se acumulan un conjunto de problemas relevantes en cualquiera de ellos, este entra en una crisis, dando lugar a que surja un nuevo paradigma o un nuevo régimen político (por ejemplo, el socialismo o la teoría de la relatividad). El proceso de pugna y transición de un paradigma o régimen a otro estará caracterizado por elementos que están determinados por el contexto histórico y social.
En el caso de la ciencia, puede suceder que una nueva teoría resulte muy atractiva para los científicos porque es más simple; porque la elaboró alguien de su nacionalidad; porque comparte sus convicciones sobre la realidad. Puede haber distintas razones, lo crucial es que no necesariamente la elección ocurre debido a que haga más o mejores predicciones. Este conflicto terminará, como en el caso político, por la instauración del paradigma o régimen ganador.
El modelo de Kuhn sobre el cambio científico fue un escándalo. Para muchos, su propuesta implicaba que la ciencia era una actividad irracional, cuyo desarrollo era arbitrario y no progresivo. Además, le acusaron de ser poco riguroso con sus conceptos, de hacer demasiadas generalizaciones y exagerar las rupturas de la ciencia. Más allá de que algunas de estas afirmaciones puedan ser acertadas, y que es evidente que hay diferencias entre la ciencia y la política en relación con sus fines, lo cierto es que Kuhn dio cuenta del condicionamiento cultural e histórico de la ciencia. De hecho, como relata más tarde otro filósofo estadounidense, Richard Rorty, en cierto sentido Kuhn logra capturar la dinámica de los grandes cambios culturales. En consideración de este último, todas nuestras prácticas (ciencia, arte, política) tienen periodos como los que Kuhn llamó normales, en los cuales hay reglas mayormente claras para resolver problemas. Sin embargo, cuando esos periodos entran en crisis, los fundamentos de esas reglas (al menos algunos) se ponen en duda y comienza un antagonismo con alguna visión alternativa. Este proceso revolucionario culmina en la instanciación de nuevas reglas que nos guiarán en el futuro con nuevas explicaciones.
Es verdad que tanto Rorty como Kuhn enfatizan, quizá excesivamente, la ruptura entre estos momentos, pues también existen continuidades en las reglas y las descripciones. No todo es novedad. Pero su teoría tiene el mérito de mostrarnos que nuestras explicaciones y normas no tienen una forma definitiva de ser, no tienen una estructura a la que nos acerquemos paulatinamente. El mundo no es un rompecabezas con solución única. La lección más interesante es que todas las descripciones y normas están sujetas a las contingencias de la historia porque la investigación, ética, política o científica, nunca termina.
Además, la racionalidad puede entenderse también como un conjunto de virtudes morales que permiten la conversación, y no solo como reglas inferenciales. Esto más que una desilusión de que se nos escapa la verdad del mundo, puede ser una oportunidad de saber que lo único que nos limita para mejorar nuestras prácticas es nuestra capacidad de imaginación y conversación.
*Profesora del Departamento de Filosofía de la Universidad de Guadalajara
Edición: Estefanía Cardeña