Opinión
La Jornada Maya
14/09/2025 | Mérida, Yucatán
Existen accidentes fatales, pero la gran mayoría de ellos son situaciones que pudieron evitarse. En ocasiones es una imprudencia, pero en otras es desidia combinada con desinterés por parte de las autoridades. Lo cierto es que cada vida perdida en un hecho de tránsito deja una estela de dolor que debiera obligar a la revisión de las condiciones de movilidad de la población con tal de evitar la repetición de los hechos.
Ambos hechos han enlutado al país. En el primer caso ha quedado patente la solidaridad de mucha gente que de una manera u otra ha ofrecido su tiempo para brindar alimentos, acompañamiento y transporte a los deudos de quienes fallecieron y más aún, de quienes permanecen hospitalizados a causa de las quemaduras sufridas. Las historias que se han conocido ayudan a reforzar que quienes sufren las consecuencias de la inseguridad en las carreteras son seres humanos, familiares de alguien, con lazos afectivos y empleos que van más allá de la abstracción incluida en la “población económicamente activa”; ahí están Eduardo Noé García Morales, profesor de matemáticas en la Secundaria Número 53 “Adolfo López Mateos”, estimado por sus alumnos, y también Alicia Matías Teodoro “la abuelita heroína”, checadora de la ruta 71 del transporte público, quien resultó con quemaduras en el 90 por ciento del cuerpo, por proteger a su nieta de dos años. No se trata de números fríos, son vidas unidas con otras las que se han perdido, y cada una es un punto en el cual se rompe el tejido social.
En cuanto al accidente ocurrido entre Chocholá y Kopomá, se sabe que la mayor parte de quienes perdieron la vida eran del estado de Campeche, particularmente del municipio de Calkiní, la Atenas del Camino Real.
A las autoridades les toca realizar los peritajes y determinar las causas de ambos percances, y en todo caso ofrecer total certidumbre a los deudos. Finalmente, ellos en especial, deben hacer válido el derecho a la verdad. No se trata solamente de si había un bache en la vía, o si el conductor iba a exceso de velocidad. El hecho es que, de existir una política pública mediante la cual todo servicio de transporte esté sujeto a revisiones en cuanto a capacidad de carga, estado de los vehículos, capacitación de los conductores y certidumbre en la existencia de pólizas de seguro vigentes, muy probablemente tendríamos otro escenario en las principales vías de todo el país.
Pero el fondo no es si pueden prevenirse tragedias como las dos ocurridas en este mes, sino si es posible evitar cualquier deceso en las carreteras y vialidades mexicanas. Muy probablemente surja oposición a que se establezcan medidas que deban cumplir los conductores. Digamos, que se haga cumplir, mediante la colocación de retenes, que quienes se transporten en motocicletas lo hagan con más de un pasajero, sin casco, y que tampoco transiten sobre las divisiones de carriles y sobre puentes y pasos a desnivel; no faltará quien quiera enarbolar la bandera de la libertad individual por encima de la seguridad colectiva. Pero agreguemos que los automovilistas cumplan con los límites de velocidad y la capacidad máxima de los vehículos, y que quienes sean responsables de tractocamiones y autobuses tengan revisiones periódicas a su estado de salud y análisis por consumo de narcóticos. Podríamos contar con mayor seguridad vial pero, como concluía aquel cuento, ¿quién le pone el cascabel al gato?
Edición: Fernando Sierra