Opinión
La Jornada Maya
08/10/2025 | Mérida, Yucatán
Óscar Rebora*
El sur-sureste mexicano enfrenta un desafío estructural en materia energética: consumimos más de lo que producimos. Durante años, esta región ha dependido de infraestructura limitada, líneas de transmisión saturadas y una planeación que no acompañó el crecimiento turístico, industrial y poblacional de nuestros estados.
La península de Yucatán, particularmente, vive una crisis energética crónica. Mientras la demanda crece, la capacidad de generación local se ha quedado atrás. Quintana Roo genera solo una fracción de la energía que consume, dependiendo de un suministro que proviene principalmente de Campeche y Tabasco. El resultado es una vulnerabilidad evidente: altos costos y desigualdad energética que golpean con más fuerza a quienes menos tienen.
Frente a esa realidad, proyectos de transición como la ampliación del Gasoducto Mayakan son una oportunidad que no puede ignorarse. Este gasoducto permitiría sustituir el uso de combustóleo y diésel por gas natural, un combustible más eficiente y con una huella de carbono significativamente menor. De acuerdo con los materiales técnicos del proyecto, se evitaría la emisión de hasta 4.6 millones de toneladas de CO₂ al año—el equivalente a retirar más de 185 mil vehículos de circulación—, además de reducir costos de generación y fortalecer la seguridad energética de la región.
No se trata de romantizar el gas natural, sino de reconocer su papel como energía de transición. No es el punto de llegada, pero sí un paso necesario para construir un sistema energético más limpio, confiable y justo. Permite reducir emisiones mientras se desarrollan y escalan tecnologías renovables como la solar y la eólica, con las que ya se avanza en la península gracias a proyectos de generación limpia impulsados por CFE.
El debate sobre proyectos de esta naturaleza debe centrarse en la evidencia, no en el miedo. La ampliación del Gasoducto Mayakan ha incorporado consultas previas con comunidades indígenas, monitoreo ambiental, protección arqueológica y un paquete de obras sociales. Más de 14 mil personas participaron en 217 asambleas comunitarias. Este es el estándar que debemos exigir: legalidad, transparencia y beneficio social mensurable.
Las preocupaciones ambientales son legítimas, pero la cerrazón no construye soluciones.
Desde el ambientalismo moderno debemos defender la naturaleza sin renunciar al desarrollo humano. Negarse sistemáticamente a todo proyecto no es precaución: es inmovilismo. El cambio real se construye con diálogo, ciencia y responsabilidad compartida, no con consignas o posturas inamovibles.
Durante décadas, el sur-sureste fue marginado del mapa energético. Hoy tenemos la oportunidad de corregir esa desigualdad. Proyectos como Mayakan no deben entenderse como una amenaza, sino como una herramienta para alcanzar justicia territorial y sostenibilidad.
El compromiso con el medio ambiente no se mide por los proyectos que se detienen, sino por los que se hacen bien, con visión de futuro y responsabilidad social.
La energía limpia y accesible no es un privilegio: es la base del desarrollo sostenible que el sur-sureste merece. Para alcanzarlo, necesitamos impulsar una transición energética que conjugue realismo, sustentabilidad y diálogo.
*Titular de la Secretaría de Ecología y Medio Ambiente (SEMA) de Quintana Roo
Edición: Fernando Sierra