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Frutos de sangre

Michoacán, entre la violencia y un pueblo que quiere avanzar
Foto: Ap

En su novela Astucia (El jefe de los Hermanos de la Hoja, o Los Charros Contrabandistas de la Rama), escrita a finales del siglo XIX, Luis G. Inclán se adentra en la vida rural del Michoacán de entonces y nos ofrece un retrato que hoy cobra singular actualidad. Es cierto que, para el lector de nuestros días, esta obra de un romanticismo tardío y alambicado, puede resultar farragosa, casi ilegible, y los diálogos que propone el autor son del todo inverosímiles en su cursilería; pero si hacemos de lado estos detalles y cambiamos el tabaco por limones, aguacates y madera, nos encontramos con un Michoacán que parece no haber evolucionado demasiado a lo largo de los últimos doscientos años. Las semejanzas son más que casuales: aunque Inclán hace de los contrabandistas figuras heroicas, ejemplos de honestidad, solidaridad y honradez, podemos verlos reflejados en la persona de ciertos fruticultores y productores forestales, que arriesgan vida y hacienda por obtener justicia para sus coterráneos; en la novela de marras resulta casi siempre imposible distinguir entre las autoridades y los bandidos, excepción hecha de un gobernador que, por resultar incorruptible, acaba por renunciar.

El estado parece atrapado entre gavillas y carteles, sometido a amenazas y extorsiones, y atribulado por muertes tan innecesarias como dolorosas. Entre las recientes, destaca la del presidente de la Asociación Citrícola del Valle de Apatzinagan, Bernardo Bravo. He puesto su nombre en negritas deliberadamente, porque no debemos olvidarlo. No es que sea único: antes murió su padre, también asesinado y por causas similares; y han muerto y mueren muchos más que, lamentablemente, han caído por asumir que les correspondía defender en lo concreto su tierra, sus recursos y sus usos y costumbres. Bernardo, que como ha dicho su viuda, fue la voz de muchos, hoy se ha vuelto símbolo de un compromiso irrenunciable, y de una muerte irrepetible.

Como en la novela de Inclán, Michoacán parece recurrir a la violencia cada vez que su pueblo pretende avanzar: ya no se llenan los árboles de colgados, sino que se arrojan cuerpos por las carreteras, se les abandona dentro de sus vehículos, o se les desaparece, sin más. Como en la novela de Inclán, las bandas de criminales se conocen por sus apodos, más o menos altisonantes y algo pueriles, y ahora son “Los Caballeros Templarios”, el “Cartel Jalisco Nueva Generación”, o “La Familia Michoacana” entre otros. Sus miembros ostentan motes como “El Plátano” o “El Pantano”, pero al parecer las autoridades y los residentes locales conocen su identidad y quizá incluso su ubicación. Así las cosas, resulta inexplicable que no se les persiga, detenga y castigue; o bien, las explicaciones son sustituidas por especulaciones preocupantes: ¿Están coludidos con alguna autoridad, local o nacional, civil o castrense?, ¿las policías y la guardia nacional se encuentran superadas en número y poder de fuego, y evitan la confrontación con fuerzas que perciben como superiores?, ¿las organizaciones del crimen organizado han logrado construir una “base social” a través de la distribución de despensas y dinero, paliando la pobreza o los daños generados por desastres naturales, con una eficacia mayor que la que demuestran las organizaciones gubernamentales, o las humanitarias de la sociedad civil?, ¿o es que las “fuerzas del orden” requieren que los actos criminales sean denunciados por las víctimas, con todo detalle y pruebas incontrovertibles, para poder actuar de manera contundente; pero los afectados temen por sus vidas al ver las consecuencias de la resistencia y la denuncia? No tengo respuestas satisfactorias a estas preguntas, y me resulta sobrecogedor que hoy sean las mismas preguntas, y la misma oscuridad, que las que se leen en las páginas de un novelón de hace dos siglos.

Aunque Michoacán y los limones han adquirido una mayor notoriedad a partir del asesinato de Bernardo Bravo, el asunto de los impuestos criminales y la violencia que se cierne sobre los productores rurales no se limita a un estado, o a un producto. Mientras escribía estas líneas, otro líder de agricultores, éste en Veracruz, fue asesinado sin que a la fecha se sepa bien a bien por quién, o por qué. Otro nombre, el de Javier Vargas, productor también de cítricos, se suma a la lista de víctimas, y a la creciente retahíla de declaraciones que aseguran que “este crimen no quedará impune”, o “estamos cerca de identificar y detener a los culpables”. Veremos. Lo cierto es que, hasta ahora, va aumentando entre los productores agropecuarios un temor justificado frente a un entorno amenazador, que le hace un muy pobre favor a la expectativa de todos los mexicanos de construir una nación segura y apacible.

Digo esto último en virtud de que, como bien ha dicho Araceli Vargas, de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN, por sus siglas en inglés), no basta con considerar al trabajo del agricultor al analizar la producción agrícola: hay que considerar toda la cadena de producción, desde quien prepara y trabaja la tierra, pasando por la siembra, fertilización y los cuidados al cultivo, a la cosecha y las múltiples labores poscosecha (selección, empaque, transporte, distribución y comercialización) hasta llegar a la mesa de los consumidores. Crímenes como los asesinatos de Bernardo y Javier destrozan sus familias hasta lo indecible, y tienden a condenar a la producción de alimentos a un escenario de terror y zozobra; pero no debemos perder de vista el hecho de que ese pavor nos afecta a todas y todos, porque estamos vinculados sí o sí con los productos de la tierra, y nos obliga a exigir al Estado que haga lo que tiene que hacer para garantizar el primero de los pilares que justifican su existencia: la seguridad del pueblo.

Lea, del mismo autor: La secretaria maniatada

Edición: Fernando Sierra


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