Opinión
La Jornada
10/11/2025 | Mérida
El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) ha sido constante en señalar, en sus diversas mediciones, que los estados de la península de Yucatán mantienen un serio problema social en lo que respecta al suicidio. Ahora, en las Estadísticas de Defunciones Registradas (EDR) correspondientes a 2024, Yucatán y Quintana Roo aparecen en los lugares uno y tres con las mayores tasas de muertes autoinfligidas por cada 100 mil habitantes, con 14 y 11.9 puntos, respectivamente.
Mientras tanto, Campeche ocupa la tampoco honrosa décimo segunda posición, con 8.3 incidencias por cada 100 mil habitantes.
En realidad, el Inegi no hizo más que dejar establecidas las cifras preliminares de las EDR de 2024, que presentó en el mes de agosto del presente año. La mayor diferencia fue que Yucatán desplazó a Chihuahua en esos resultados. La entidad norteña quedó en 13.9 casos por cada 100 mil habitantes, pero previamente había aparecido mucho más arriba en esa nada honrosa medición.
Lamentablemente, entre el anuncio de los resultados preliminares y la presentación de los finales, se ha visto poco en cuanto a muestras de voluntad para atender lo que es un problema de salud pública y de persistencia de estructuras que normalizan las altas tasas de suicidios en la península. Agreguemos que una entidad como Quintana Roo ocupa también el primer lugar en la comisión del delito de trata de personas, según reconoció la propia Fiscalía General de ese estado, y entonces es posible revisar variables que se relacionan directamente y que revelan un fondo terrible: el poco aprecio a la vida humana.
También, si se revisan las principales causas de muerte, entre las que enfermedades del corazón, diabetes y enfermedades del hígado se disputan los primeros lugares como origen de las defunciones, probablemente hallaremos entre quienes la padecen a personas en situación de pobreza laboral, sin acceso a una alimentación sana y que encuentra en el alcohol y otras sustancias una alternativa viable para evadirse momentáneamente de una realidad aterradora.
Agreguemos otros ingredientes: habitar en condiciones de hacinamiento, sin acceso a infraestructura y servicios básicos, violencia intrafamiliar, inestabilidad laboral, discriminación por color de piel, origen étnico, ser mujer o perteneciente a la población de la diversidad sexual… únicamente tenemos un caldo de cultivo para problemas sociales mayores.
La EDR no lo registra, pero es necesario incorporar a la discusión, con datos duros y analizables, la incidencia de la edad de inicio en el consumo de alcohol y otras drogas, al igual que las cifras de embarazos en menores de 19 años y de delitos sexuales en contra de niños, niñas y adolescentes. Reconstruir el tejido social roto costará la exposición del lado oscuro del paraíso peninsular, pero en algún momento debe recuperarse, principalmente, el respeto a la dignidad de cada persona, independientemente de cualquier circunstancia, para empezar a bajar de esos primeros lugares que no envidia nadie en el mundo.
Edición: Estefanía Cardeña