Opinión
Lourdes Álvarez
11/11/2025 | Mérida, Yucatán
Cuando la oscuridad se disuelve, no deja un vacío: deja una claridad silenciosa. No es una luz que deslumbra, sino una que comprende. Viene de dentro, como si el alma, cansada de buscar, recordará al fin su origen. He aprendido que lo sagrado no está en los templos ni en los libros, sino en la respiración misma, en el gesto más pequeño que brota con conciencia.
Durante mucho tiempo quise entender a Dios, nombrarlo, atraparlo en palabras. Hoy solo puedo decir que lo siento. No como una idea, sino como una ternura que sostiene. Está en el agua que bebo, en el árbol que florece sin pedir permiso, en el cuerpo que aún duele, pero también se alivia. Lo sagrado no promete ausencia de sufrimiento, sino presencia en medio de él.
Cada vez creo menos en la perfección y más en la plenitud. La perfección es una meta; la plenitud, un instante. Es ese momento en que la mente se rinde y el corazón, en silencio, entiende que todo —incluso lo que duele— forma parte de un orden más grande.
A veces, en la quietud del amanecer, cierro los ojos y siento que no hay distancia entre mi respiración y la del mundo. Todo late con el mismo pulso. El aire que entra en mis pulmones ha pasado antes por millones de cuerpos, árboles, mares y fuegos. Respirar es comulgar.
Entiendo ahora que la fe no es creer en algo, sino descansar en algo. La fe no se impone; se reconoce, como quien encuentra un hogar donde siempre estuvo. Cuando el alma deja de resistirse, todo se vuelve oración: la palabra, el silencio, el movimiento de una hoja, la sonrisa de alguien que pasa.
Dios no necesita ser buscado, porque nunca ha estado lejos. Él es la materia del instante, la mirada que ve, el fuego que alumbra sin quemar. No está arriba ni afuera, sino adentro, en el corazón que comprende, en el cuerpo que siente, en el pensamiento que se calla.
Quizás eso sea la verdadera iluminación: no escapar del mundo, sino verlo con los ojos de Dios. Comprender que cada cosa, aun la más pequeña, contiene el todo. Y así, al fin, poder decir sin palabras: “Estoy en Ti, y Tú estás en mí.”
Rendirse no es caer. Es detener la lucha.
Es dejar que la vida fluya como el río que ya no se pregunta por qué corre, ni hacia dónde.
Rendirse es comprender que no hay victoria más alta que la aceptación, ni derrota más dulce que el perdón.
He pasado muchas noches buscando descanso en el sueño, rogando: “Jesús, María, acompáñenme.”
Pero el verdadero descanso no llega cuando los ojos se cierran, sino cuando el corazón deja de resistirse a lo que es.
El alma cansada no pide consuelo, sino sentido; y el sentido se revela cuando el orgullo se rinde.
Últimamente me he descubierto mirando mis cosas, mis recuerdos, mis afectos, y comprendiendo cuántos pesos llevo sin saberlo.
No solo objetos: también emociones, rencores, pequeñas alegrías del pasado que ya no me pertenecen.
Desprenderse, he comprendido, es también una forma de orar.
He aprendido que la amistad, como el amor, no exige: ofrece.
Durante años pedí a los demás lo que no podían darme, sin ver que la verdadera generosidad no espera reciprocidad.
Mi amiga Rosa María me lo mostró sin palabras: su compañía silenciosa fue un espejo donde vi mi propia exigencia, y también mi ternura.
A veces me descubro juzgando, otras pidiendo justicia, y mi amor me calla.
Quizás el alma se hace sabia cuando el amor aprende a silenciar la mente.
Edición: Fernando Sierra