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La voz que escribe en mí

No sé si llamarlo amor o fe, pero sé que nace del corazón
Foto: Juan Manuel Valdivia

He sentido vacío, hartura, desierto, tristeza, alegría, entusiasmo, miedo y la certeza de no saber nada. Y sin embargo, algo en mí persiste: una confianza callada, una esperanza que sostiene mi deseo de vivir.

No sé si llamarlo amor o fe, pero sé que nace del corazón. Un corazón que antes sentía de piedra y ahora percibo frágil, transparente, capaz de romperse con un simple recuerdo.

Cada día algo cambia, pero algo permanece. Ese algo —mi historia, mis culpas, mis luces— es el misterio de ser humana.

El corazón, siento, es un pequeño universo poblado de voces. Un condominio de seres invisibles: recuerdos, miedos, sueños, pensamientos. Todos buscan hablar, opacar o iluminar. Escuchar al corazón, a la mente, a la naturaleza, al otro que me llama… es una guerra silenciosa entre lo divino y lo humano.

En la soledad aprendí que el silencio no es ausencia: es presencia pura. El deseo, el hambre, la necesidad de compañía son movimientos del alma que busca reconocerse. Y si el silencio duele, es porque ahí habita la verdad que no queremos ver. No hay escape posible: o aceptamos el dolor del alma, o quedamos atrapados en la distracción del cuerpo.

He querido huir muchas veces —a las noticias, al teléfono, al alimento, al ruido—, pero cada intento de fuga me devolvía al mismo punto: sentarme, respirar, mirar un árbol, escuchar el latido, y reconocer que la vida pasa mientras no la miramos.

Cuando miro atrás, veo mi vida como un largo viaje de aprendizaje. He pasado por la negación, el enojo, la búsqueda, la aceptación. Hoy la soledad ya no es mi enemiga: es una aliada que me enseña a mirar mis sombras con compasión.

Mis relaciones, antes llenas de culpa y enojo, hoy son campo de reconciliación. He aprendido a reconocer mi parte, a sonreír ante la rigidez del otro, a dejar que cada quien cargue su verdad. En esa humildad, el amor se vuelve más grande.

He tenido sueños luminosos, mensajes que parecen llegar desde un lugar donde no hay tiempo. En uno de ellos, era una niña diminuta perdonada por una mujer de luz. Desperté sabiendo que era la Virgen, la madre, el amor que abraza todo lo que somos. Desde entonces escucho su voz. A veces me dice “escribe”, y aunque me resisto, obedezco. Cuando lo hago, la tristeza se disuelve. Escribir se ha vuelto oración.

Ya no sé si la voz que escribe es mía o suya, pero no importa: sé que viene de la luz. Siento a Dios en esa obediencia que me da paz, en el instante en que dejo de quejarme y agradezco, en el silencio que sigue a cada palabra.

Mi cuerpo envejece, se cansa, duele. Pero mi alma, cada día, está más viva. Agradezco mis dolores, mis dudas, mis días lentos. En cada debilidad descubro una puerta hacia lo divino.

He comprendido que la Virgen es la ternura de Dios. Ella me enseña a mirar sin enojo, a aceptar sin miedo. Con ella he aprendido que el enojo contra Dios se cura con amor.

Hoy sé que escribir es obedecer esa voz interior que me dicta con dulzura: “No temas. Lo que escribes no es tuyo, es de todos los que buscan luz en su sombra.”

Mientras haya palabras, seguiré escribiendo. Porque en cada palabra se abre una grieta por donde entra la gracia. Y en esa grieta, el alma respira.
He caminado por dentro de mí y he descubierto que el silencio no es vacío, sino raíz.

En él germina la palabra, la memoria y la presencia de Dios.

He aprendido que la soledad no es ausencia de amor, sino la forma más pura de escucharlo.

Que el dolor enseña, la fragilidad nos humaniza, y la rendición del alma abre las puertas de la paz.

Nada está perdido mientras exista la esperanza.

Nada es inútil cuando se mira con ternura.

Ahora sé que la casa del silencio no es un lugar ni un tiempo: es el corazón cuando se aquieta y deja hablar a la luz.


Edición: Ana Ordaz


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