Opinión
Lourdes Álvarez
03/12/2025 | Mérida, Yucatán
Ambición y deseo suelen confundirse, como dos corrientes que se cruzan bajo la superficie del pensamiento. Pero cuando se les observa con la calma que permite sentir el fondo, aparece la distinción: el deseo es el impulso inicial, la señal íntima de aquello que nos atrae o nos falta; la ambición es el gesto de convertir ese impulso en un camino, en una obra, en una forma de participar activamente en el mundo. El deseo nace como una chispa; la ambición, cuando es auténtica, lo transforma en luz que orienta.
Sin embargo, la ambición no basta por sí sola. Puede construir o destruir, elevar o deformar. Para que se convierta verdaderamente en una virtud—en una fuerza que nos lleve a ser productivos, creativos y fecundos—debe sostenerse en cuatro ambiciones más profundas que la guían desde dentro: la ambición por la salud, no solo física sino mental y emocional, pues sin ese cuidado la voluntad se desgasta sin llegar a destino; la ambición por el conocimiento o la sabiduría, que permite comprender antes de actuar; la ambición por la amabilidad, la compasión y el amor, que le da humanidad a todo logro; y la ambición de aceptar que no estamos solos—ni en lo físico, ni en lo emocional, ni en lo espiritual—porque somos parte de una red visible e invisible que nos sostiene.
Cuando estos elementos acompañan a la ambición, la vuelven virtuosa: ya no una fuerza que empuja sin rumbo, sino una que crea y deja huellas que no aplastan.
Los deseos, por su parte, también pueden volverse virtuosos si se afinan con el respeto, la solidaridad y la necesidad real. Un deseo respetuoso reconoce límites; uno solidario se abre a los otros; un deseo nacido de la verdadera necesidad evita caer en la acumulación que confunde plenitud con posesión.
Pero ni la ambición ni el deseo pueden desplegar plenamente su virtud si no los atraviesa un principio esencial: la gratitud. Dar gracias por los dones recibidos—por la sabiduría innata, por la bonanza económica que nos permitió avanzar, por las capacidades entregadas antes de que tuviéramos lenguaje—es reconocer que nuestra vida no empieza en nosotros. Gratitud es comprender que somos un tejido donde intervienen otros, cercanos o remotos.
La gratitud se vuelve acción cuando aprendemos a dar. Dar para que lo recibido no se estanque, sino que siga fluyendo como un río que no pertenece a una sola orilla. Y así, igual que existen cuatro ambiciones que ennoblecen, también existen cuatro maneras esenciales de dar: dar nuestro tiempo, esa primera moneda irrepetible; dar nuestra sabiduría, porque lo aprendido crece cuando ilumina a otros; dar nuestro dinero, recordando que la bonanza es también una oportunidad para abrir caminos; y dar nuestra espiritualidad, compartiendo la luz interior, la escucha profunda y el silencio que sostiene.
Cuando la gratitud se enlaza con estas formas de dar, ambición y deseo se transforman en brújulas éticas. La ambición agradecida crea sin destruir. El deseo agradecido se vuelve digno. Y el acto de dar completa el círculo: lo que recibimos se convierte en semilla para otros.
En ese equilibrio, la vida adquiere un ritmo más profundo. Ya no avanzamos solo para alcanzar, sino para contribuir. Ya no deseamos sólo para poseer, sino para compartir. Y comprendemos que nada es únicamente nuestro, que nada empieza ni termina en nosotros, y que vivir es, en el fondo, un acto de transmisión: un diálogo silencioso entre lo que recibimos, lo que transformamos y lo que dejamos en manos de quienes vienen después.
Edición: Fernando Sierra