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Foto: Presidencia

El atentado perpetrado el sábado contra una base de la policía comunitaria de Coahuayana, en el que se hizo detonar un automóvil cargado con explosivos y que dejó un saldo de cinco personas muertas y 12 lesionadas, es sin duda un acto de barbarie violenta que debe ser esclarecido y sancionado con prontitud y rigor legal. Pero, por exasperante y repudiable que resulte, un delito como el referido no debe llevar a errores de conceptualización como el que cometió la Fiscalía General de la República (FGR) cuando anunció, horas después de cometida la acción criminal, que la investigaría como un acto de terrorismo, error que fue posteriormente enmendado cuando la dependencia informó que la pesquisa se lleva a cabo por el delito de delincuencia organizada.

A pesar de la forma abusiva con la que el gobierno de Estados Unidos y varios de sus aliados emplean el término terrorismo, éste tiene una delimitación clara e inequívoca: se trata de actos de violencia orientados a causar terror entre la población civil usándola como blanco y está casi siempre orientado por motivaciones políticas, ideológicas o religiosas.

En su política exterior, Washington ha recurrido con frecuencia al terrorismo, como lo hizo –entre muchos otros países– en Cuba y en Afganistán, y en la segunda de esas naciones promovió, en los años setenta y ochenta del siglo pasado, el surgimiento de organizaciones integristas islámicas que se opusieron a la ocupación soviética que tenía lugar en ese entonces. Posteriormente, tales organizaciones se salieron de su control, dando origen a grupos como Al Qaeda y el Estado Islámico.

Tras los atentados de Nueva York y Wa-shington del 11 de septiembre de 2001, el gobierno de Estados Unidos emprendió una ofensiva mundial en contra de tales organizaciones que no sólo incluyó acciones ilegales –como secuestros de presuntos integrantes de tales grupos en distritos puntos del orbe–, sino que fue acompañada por el empleo demonizador del término y que llevó a intervenciones militares en Afganistán, Irak y Libia, lo que a su vez terminó por fortalecer el terrorismo de orientación islámica.

Aprovechando la connotación negativa que el gobierno estadunidense construyó para la palabra terrorismo, la empleó posteriormente para designar a los grupos dedicados al trasiego de drogas en este continente, con el propósito de otorgar a la lucha contra el narcotráfico una justificación para intervenir en los asuntos de los países latinoamericanos y del Caribe, y dar cobertura legaloide a posibles incursiones armadas en sus territorios. Se omite, así, que los cárteles del narcotráfico carecen de cualquier inspiración política, ideológica o religiosa y que, salvo casos excepcionales, no tienen como método habitual la intimidación de la población civil mediante atentados aparatosos; se trata, en cambio, de entidades extremadamente violentas, sí, pero cuya razón principal es realizar negocios ilícitos.

Con estos elementos de juicio es claro que el delito de terrorismo no tiene una presencia significativa en nuestro país y que las autoridades mexicanas deben ser extremadamente rigurosas al evocar esa figura delictiva. La violencia generada por grupos criminales, cabe insistir, es repudiable, exasperante e inadmisible y debe ser combatida con todos los instrumentos legales que posee el Estado, pero es improcedente, equívoco y peligroso calificarla de terrorista.

Cabe saludar, pues, que la FGR haya rectificado con prontitud el error inicial y que se disponga a investigar la agresión de Coahuayana como un delito de delincuencia organizada, el cual, ciertamente, lleva aparejados muchos otros, como homicidio, lesiones, daño en propiedad ajena y empleo de sustancias explosivas de uso reservado a las Fuerzas Armadas.

Finalmente, es de esperar que la aplicación del Plan Michoacán por la Paz y la Justicia logre privar a las organizaciones criminales que operan en esa entidad de cualquier margen para repetir ataques tan condenables como el perpetrado el sábado pasado en la Región Costa michoacana.


Edición: Ana Ordaz


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