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Foto: Henry Romero / Reuters

Si hay algo de lo que México puede presumir, sin temor a caer en la exageración, es en la riqueza de su patrimonio cultural. Aquí no se trata solamente del legado de las culturas prehispánicas y el dinamismo de los pueblos indígenas en el presente, sino también de la diversidad de expresiones sincréticas a las que dio lugar el mestizaje. 

Ya en la esfera del reconocimiento internacional, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) ha sido pródiga hacia el país, pues lo mismo ha emitido declaraciones de Patrimonio Mundial para Oaxaca, Guanajuato y Puebla como ciudades coloniales, como a las zonas arqueológicas de Chichén Itzá, Palenque, Teotihuacán, Monte Albán y Calakmul, así como a conjuntos arquitectónicos (la casa-estudio Luis Barragán o los monasterios del Popocatépetl); al igual que a sitios naturales como el archipiélago de Revillagigedo, Sian Ka’an, o sitios mixtos como Calakmul.

A estos debemos añadir las declaratorias de patrimonio cultural inmaterial (PCI), que se han dado al día de muertos, la gastronomía del país, al mariachi, a los voladores de Papantla y al proceso de elaboración de la talavera (compartido con España). Ahora se suma la representación del Triduo Pascual en Iztapalapa, tras el anuncio hecho este martes 10 de diciembre por el Comité Intergubernamental para la Salvaguarda del PCI de la Unesco, reunido en Nueva Delhi, India.

Así como ha ocurrido anteriormente con otras expresiones culturales que han sido declaradas Patrimonio Cultural, la representación de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo ha tenido que pasar por un examen sumamente dilatado y que ha llevado casi dos décadas. Al final, el reconocimiento se extiende a quienes reciben la distinción, pero alcanza necesariamente a quienes realizaron la postulación. De todas formas, al tratarse de un rasgo cultural inmaterial, hay muchas personas involucradas, de las cuales no todas son testigo de la culminación del proceso que lleva a la declaratoria.

El reconocimiento, pues, termina por honrar no sólo a quienes participan en la representación, pero también trae consigo la obligación de su conservación, y especialmente a que se le cuide de la folklorización; es decir, a que precisamente en Iztapalapa y en los cuatro días santos que se conmemoran, la puesta en escena de la Pasión, el Viacrucis viviente y el montaje de la Resurrección, sigan siendo la demostración de fe e identidad de los habitantes de Iztapalapa, y esto se escucha mucho más fácil de lo que realmente es.

Por principio, la representación es una muestra de religiosidad vinculada al catolicismo, e incluso parte de la misma es la celebración de la Eucaristía el Domingo de Resurrección. El carácter popular de la escenificación tiene un componente que llama la atención: el Viacrucis viviente. La misma organización hace que no cualquier persona pueda tomar el papel del Nazareno, y al contrario, exige un riguroso proceso de preparación física y mental. La declaratoria de la Unesco debe forzar, también, a que se conserven tanto el vínculo con la Iglesia como el cuidado de quienes protagonizan el Triduo. La devoción, en última instancia, no puede convertirse en un espectáculo.

En la declaratoria, ha sido clave el que la historia de la representación haya podido documentarse, rastreándola hasta 1833 en su origen, cuando surgió como promesa al Señor de la Cuevita. La tradición ha traído hasta el presente esa promesa, y entonces le toca a esta generación y a las siguientes el mantener esa fe, identidad y cultura.

Contar con un plan de salvaguarda es un muy buen principio. Sin embargo, para mantener la representación como un auténtico Patrimonio Cultural Inmaterial, deben brindarse las condiciones para que ésta sea guardada de la secularización, pues sin la fe y devoción de quienes participan, lo que se tendría sería un carnaval, atrasado en su celebración.

Edición: Fernando Sierra


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