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La mentira cómoda y el arte de no escuchar

En ciertos contextos, la verdad es vista como una falta de tacto o una provocación innecesaria
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

Mentir no siempre consiste en decir algo falso. A veces basta con decir lo esperado, repetir lo aceptable o guardar silencio en el momento justo. Cuando una persona miente a otra, es muy probable que quien escucha lo sepa, aunque prefiera no admitirlo. Rara vez somos completamente engañados. Más bien, aceptamos la mentira porque no queremos escuchar con atención o porque, en el fondo, nos conviene creerla. De ahí surge una pregunta incómoda: ¿miente más quien dice la mentira o quien decide aceptarla para no complicarse la vida?

Ser engañados no es tan sencillo como solemos pensar. Lo verdaderamente difícil es escuchar de verdad. Escuchar implica detenerse, dudar, exponerse a que algo no encaje con lo que creemos. En una época saturada de información, aprendimos a seleccionar aquello que confirma nuestra visión del mundo. No buscamos la verdad: buscamos tranquilidad. Preferimos una mentira familiar a una verdad que nos obligue a movernos del lugar.

Esta selección no es inocente. Muchas veces sabemos que algo no es del todo cierto, pero preferimos no profundizar. Leer entre líneas, hacer preguntas, incomodarse, exige un esfuerzo que no siempre estamos dispuestos a hacer. Por eso la mentira prospera con tanta facilidad: no solo porque alguien la diga, sino porque encuentra un terreno fértil en quien no quiere escuchar demasiado.

Decir la verdad, además, puede ser peligroso. En ciertos contextos políticos, religiosos o familiares, la verdad es vista como una falta de tacto o una provocación innecesaria. Las familias están llenas de secretos que todos conocen y nadie nombra. Se vive en un acuerdo silencioso donde callar parece más sensato que hablar. En esos espacios, la mentira no siempre se pronuncia, pero el silencio cumple la misma función, con menos desgaste.

Algo parecido ocurre con la religión y con muchas convicciones públicas. Repetimos rituales, frases y posturas que ya no habitamos del todo, pero que nos permiten pertenecer. Decirlo —decírnoslo— resulta difícil, porque cuestionar lo sagrado también cuestiona nuestra identidad. Y no todos están dispuestos a revisar quiénes son a cambio de ser un poco más honestos.

En la política sucede algo similar. Ajustarse al discurso dominante suele ser menos riesgoso que pensar en voz alta. Callar, asentir y adaptarse se convierte en una estrategia de supervivencia. No siempre se trata de cobardía; a veces es simple cansancio. Vivir alerta todo el tiempo agota.

En este punto, la pregunta se amplía. No solo se trata de quién miente o quién calla, sino de cómo vivimos bajo esas decisiones. ¿Estamos viviendo o apenas sobreviviendo por necesidad o por conveniencia? ¿Hasta qué punto aceptamos formas de vida que no son exactamente las que quisiéramos, pero que resultan más seguras, más aceptables, menos problemáticas?

Quienes se atreven a vivir un poco más cerca de lo que realmente desean suelen ser vistos como extraños. Incomodan. No encajan del todo. A menudo pagan esa coherencia con la incomprensión, la soledad o la dificultad para sostener vínculos. Decir lo que se piensa y vivir en consecuencia tiene un costo social que no siempre se menciona cuando se habla de autenticidad.

Se suele pensar que artistas y filósofos están más cerca de la verdad. A veces es cierto; otras, no tanto. No basta con crear o pensar para dejar de mentir. También ahí la comodidad, el miedo o la necesidad imponen concesiones. Se puede criticar al sistema por la mañana y adaptarse a él por la tarde sin demasiada culpa. La contradicción también sabe organizarse.

Escuchar de verdad implica asumir riesgos. Quien escucha deja de ser inocente. Ya no puede refugiarse en el “no sabía”. Callar tampoco es neutral: muchas veces es una forma educada de sostener la mentira sin pronunciarla.

Quizá el problema no sea solo la mentira ajena, sino cuánto de nuestra vida estamos dispuestos a sacrificar para no enfrentar la verdad. Porque vivir mintiendo —o escuchando a medias— no siempre se siente como una traición. A veces se siente, simplemente, como lo normal. Y tal vez ahí resida lo más inquietante.

Lea, del mismo autor: Mis amigos los árboles

Edición: Fernando Sierra


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