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Carlos Luis Escoffié Duarte
Foto Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

14 de octubre, 2015

Es difícil nacer en Mérida y entender que se comparte el territorio peninsular con indígenas. Los mayas siempre son presentados como una ausencia. Había, pero ya no, ahora todos somos mestizos. Al menos eso es lo que enseñan en la escuela y lo que prevalece en los discursos políticos. Los hemos desterrado incluso de su identidad, y si hay de necesidad de referirnos a ellos basta con decir que son “la gente de pueblo”, porque ahí es donde se les desea, lejos de la “Ciudad Blanca”. Pero están aquí, detrás de su falsa ausencia.

Crecí en la zona limítrofe entre Chuburná y la colonia Plan de Ayala. En algún momento de su historia, Chuburná fue un pueblo de gente maya. La mayoría de ellos eran población trabajadora en la amenazante Mérida, ciudad que terminó tragándolos hasta digerirlos en una colonia de clase media. Aún queda la iglesia y su parque, algunos altares techados que en sus tiempos señalaban las estaciones del viacrucis. Existen, quizá escondidos en la podredumbre amarga de esas calles, algunos mayas en casas de bloques apenas levantadas. En señal de resistencia, algunas cacerolas liberan aún el humo de la leña para que domine nuevamente las copas de los árboles, como era lo común en otros tiempos. De vez en cuando, el olor llegaba a mi jardín para recordarme aquella historia.

A lo largo de los años, distintas mujeres llegaron a trabajar en la limpieza de la casa. Eran “gente de pueblo”, aquellos universos tan extraños que me hacían sentir que Yucatán era tan lejano como las Filipinas o el Brasil. Con ellas llegaban sus historias y sus advertencias sobre lo que debía o no hacerse frente a perros, nopales y tortugas. La explicación es que “eran de pueblo” y por lo tanto “ignorantes”. Por eso llegaban a la ciudad a subvalorar su mano de obra hasta que pudieran “librarse” de las casusas de su pobreza: su idioma, su forma de hablar español, sus creencias y sus costumbres. Al igual que gran parte de la población no-maya en la península, ese fue para mí el orden natural de las cosas por mucho tiempo.

El presente nos exige visibilizar lo que ha sido negado. Junto a los esfuerzos por negar la diversidad étnica, se sigue perpetuando el discurso de que el maya es pobre por ser maya y que “superar” su condición indígena es necesario que salgan de la pobreza. Y se les sigue viendo como ciudadanos de segunda. En 2009, la comunidad de San Antonio Ebulá (Campeche) fue destruida con violencia por particulares que planean construir en sus tierras una zona residencial de lujo. La agresión fue con permiso y aquiescencia de las autoridades. En 2010, liberaron a Ricardo Ucán, maya de Akil (Yucatán), después de pasar injustamente 11 años en la cárcel por un juicio en el que no se le dio traductor a pesar de no hablar español. Desde hace décadas, la comunidad de Kanxoc (Yucatán) ha, recibido presión para dividirse y vender las tierras de las cuales vive. Mayas de Hopelchén (Campeche) luchan para proteger su territorio y su soberanía alimentaria ante la destrucción masiva de la selva. Chablekal (Yucatán) ha ido perdiendo su territorio por la venta masiva por parte de ejidatarios, a pesar de las necesidades de la comunidad. Este 2015, fue liberado en Quintana Roo el periodista maya Pedro Canché, después de meses de prisión injusta por ejercer su trabajo. Para la sociedad y los gobiernos de la península, los mayas que importan son los que pueden exhibir en museos y centros turísticos. En esencia, llevamos cinco siglos con lo mismo.

@kalycho


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