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del

Elena Poniatowska
Foto: Carlos Cisneros y Cristina Rodríguez
La Jornada Maya

Domingo 11 de diciembre, 2016

Rafael Tovar y de Teresa era amable por naturaleza. Los puestos de responsabilidad los llevó con el señorío que no sólo le daba su apostura sino su buena disposición hacia los demás. Su carácter conciliador le hizo allanar muchas dificultades en el espinoso campo de la cultura en el que poetas y pintores están dispuestos a pulverizarse. Hombre culto, buen lector, escritor el mismo, autor de dos o tres libros sobre don Porfirio, [i]El último brindis de don Porfirio[/i], y otro sobre un don Porfirio que pasa de la paz al olvido, supo reconocer y apreciar a artistas que no le eran afines, quienes a su vez aprendieron a disfrutar de su compañía. Jamás fue mezquino o pichicato. Amar la música, finalmente, hace mejores seres humanos, y Rafael Tovar y de Teresa fue un melómano consumado.

Tuvimos un pariente en común: Maria Teresa de Polignac y, como mi prima hermana Yolanda de Guerriff de Launay se casó con Jacques de Polignac, bromeábamos acerca de esa tía que tenía una espléndida mesa de la que los comensales se levantaban como ballenas dispuestas a la siesta o al sueño reparador.

Ahora, en pleno año del centenario de la escritora Elena Garro, habría que recordar que Rafael Tovar y de Teresa se ocupó personalmente del viaje de regreso de París de las dos Elenas, Garro y Paz, después de 20 años de ausencia, y no sólo de ellas, sino de los gatos franceses a los que más tarde se unirían gatos mexicanos. El 22 de agosto de 1998 se ocupó también del entierro de Elena Garro en Cuernavaca y, además de apoyar a [i]La Chata Paz[/i] –huérfana desolada totalmente indefensa–, se mantuvo a su lado y la sacó adelante. Cuando Elenita Paz le dijo: No tengo vestido para la ceremonia, le compró lo que ella deseaba.

Rafael Tovar y de Teresa era lo que la gente bien llama un hombre decente, lo mejor de los Trescientos y algunos más, invento del Duque de Otranto, apoyado por la revista plateada y de interior chocolate [i]Sociales[/i], que reseñaba con fotografías también chocolate las actividades de diplomáticos, gente de postín y vendedores de pieles con el nombre de Kamtchaka. Recuerdo siempre una fotografía de una dama de sociedad que respondía al nombre de Melissa de la Selva de Warren, cubierta con una preciosa estola de zorras plateadas, y los bailes del Penacho del Jockey Club, así como los concursos de saltos del Club Hípico Francés.

Acostumbrado desde niño a muros cubiertos de libros y de obras de arte, Rafael siempre supo reconocer una buena biblioteca, un buen libro, una buena crítica, una buena pintura, una buena sobremesa, un buen concierto. Supo desde muy temprano lo que significa vivir en un medio social y cultural de privilegio. Al lado de su hermano Guillermo, que todos consideramos erudito e historiador de excepción, supo asimilar una educación que lo hizo todo menos pomposo e intolerante. Era incapaz de recibirte tras un escritorio y establecer distancia entre él y su interlocutor. Cuando Jesusa Rodríguez le contó que peligraba el trabajo de los policías guardianes de la pirámide de Cuicuilco en Insurgentes Sur, de inmediato puso manos en el asunto e hizo todo para que conservaran su empleo.

En la presentación de un libro de Braulio Peralta en la sala Manuel M. Ponce, en Bellas Artes, recuerdo que se me ocurrió divulgar en público cómo llamábamos los reporteros a Tovar y de Teresa y a su segundo, Gerardo Estrada. A Tovar y de Teresa le decíamos [i]El Pájaro Loco[/i], por la forma de sacudir su cabellera –por cierto espléndida–, y a Estrada [i]La Tortuga Ninja[/i], por su calvicie y su estatura. Estrada se resintió, pero a Rafael le causó tanta gracia que compartió sus carcajadas con Octavio Paz.

Estoico, como acostumbran serlo muchos hombres de poder –sobre todo si son bien nacidos–, Rafael Tovar y de Teresa abrió puertas y sobrellevó su enfermedad con gallardía. Muy joven, lo vi en París casado con Carmen Beatriz López Portillo, y ambos hacían una entrada sensacional a las recepciones a las que eran invitados, porque eran guapos y sonreían bonito. También sabían acercarse a los demás, y una vez vi a Carmen Beatriz ayudar a un mesero a quien se le habían caído unas copas. Pensé: Qué bueno que a México lo representaran dos jóvenes bien preparados, cuya calidad humana saltaba a la vista.

Sigo creyendo que fue la música la que hizo a Tovar y de Teresa un buen intérprete de sus emociones, y le comunicó su armonía y la serenidad que suele comunicar un buen concierto.


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