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Manuel Alejandro Escoffié
Foto tomada de www.paulriderphotos.com
La Jornada Maya

Viernes 25 de noviembre, 2016

El 27 de noviembre de 2011, Henry Kenneth Alfred Russell dio su último suspiro. Fuera de Gran Bretaña y ciertos círculos profesionales y académicos, la noticia pasó prácticamente desapercibida. Desde luego que tampoco es como si a él le hubiese importado mucho. La última de todas las razones que Ken Russell hubiese podido tener para convertirse en uno de los más notorios cineastas ingleses de la posguerra habría sido querer ser extrañado. Sin embargo, a mí me importa. Me importa mucho. Porque lo mejor de su cine fue creado para aplaudirse o abuchearse. Pero jamás para desconocerse.

Tachado de vulgar, infantil, bravucón, ególatra, obsceno y auto-indulgente, pero al mismo tiempo ensalzado por su imaginación, intelecto, instinto musical y sentido de la belleza, no llegó al mundo para seguir las reglas u opiniones de otros. Durante sus días en calidad de realizador de documentales para la BBC, cometió uno de sus primeros pecados cardinales contra el decoro, la imparcialidad y la verosimilitud en biografías de personajes históricos (en este caso, de compositores clásicos) al querer ilustrar los vínculos de Richard Strauss con el partido Nazi poniéndolo a musicalizar en vivo la tortura de un judío indefenso por parte de oficiales de la SS en [i]Dance of The Seven Veils[/i] (1970). Pero si bien lo anterior hizo que ejecutivos y programadores se jalaran los cabellos, ni siquiera imagino a qué clase de coma habrán sucumbido cuando años después, libre de las correas editoriales impuestas por la pantalla chica, llevó su proclividad por la blasfemia histórica hacía nuevos niveles en el celuloide. Si alguien tiene dificultades para mantenerse despierto, que no se preocupe: Franz Liszt (Roger Daltrey) presumiendo un pene gigante de plástico en [i]Lisztomania[/i] (1975) será garantía suficiente para no volver a pegar los párpados durante un buen rato.

Los compositores no eran las únicas vacas sagradas que gozaba llevar al matadero. La explotación audiovisual del Catolicismo es la mejor evidencia de su voluble relación con el mismo al paso de los años. A fines de los cincuenta no es extraño que cortometrajes como [i]Amelia and The Angel[/i] (1958) den testimonio de una certera devoción; puesto que Russell recién acaba de convertirse a la fe. Sin embargo, con [i]Los Demonios[/i] (The Devils, 1971), la devoción cede el paso no solo al escepticismo, sino también a la profanación de iconos en pos de una lectura crítica de los dogmas escudados detrás de ellos. A casi diez décadas, la secuencia de una manada de monjas enloquecidas atacando sexualmente a un crucifijo de tamaño natural es lo único que se interpone entre la película y su distribución para DVD y Blu Ray en ambos lados del Atlántico. Finalmente, delirios como [i]La Guarida del Gusano Blanco[/i] ([i]The Lair of The White Worm[/i], 1988) recurren al imaginario católico mucho más a la manera de una provocadora pieza de utilería que de un instrumento ideológico. A estas alturas, para bien o para mal, Russell se había convertido ya en “el Fellini Inglés”.

Pasar sus últimos días realizando películas caseras en su jardín pareciera un desenlace más que lógico para sus detractores. Después de todo, seguro han de pensar, era cuestión de tiempo para que sus extravagancias le pasasen factura. Pero frente a esta narrativa, me atrevo a formular otra completamente diferente: que el hombre responsable de poner en entredicho los límites de la censura británica por medio del combate cuerpo a cuerpo y como Dios los trajo al mundo entre Oliver Reed y Alan Bates en [i]Women In Love[/i] (1969), así como de sentar los cimientos para la revolución del video-clip musical en [i]Tommy[/i] (1975), siguió produciendo hasta el final por la misma y exacta razón que lo llevó a hacerlo desde el principio: porque le dio su pinche gana. Con, sin, o muy a pesar de un público. Esto no es cosa de derrotados. Es de invencibles, por no decir que de gigantes.

Mérida, Yucatán

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