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del

Felipe Escalante Tió
Fotos: María Briceño y Raúl Angulo Hernández
La Jornada Maya

Lunes 10 de octubre, 2016

Francisco Araos Cobos, [i]Chitopán[/i], dejó de existir en la ciudad de San Francisco de Campeche a fines del pasado septiembre. Este sábado, en Mérida, hizo lo propio Miguel Echeverría Ontiveros [i]Miguelito[/i]. Ambos personajes se encuentran en la memoria de los aficionados al beisbol en la península de Yucatán; el primero, como principal animador de la porra de los Piratas. El segundo pertenece a la historia del deporte en Yucatán, dado que sus pastelitos se conocían desde tiempos del parque Carta Clara.

Ambos eran, tal vez, los últimos de los llamados “tipos populares” de la península. Esos personajes a los cuales conoce una buena parte de la población y cuya fama trasciende los estratos sociales. Estos individuos caminaban por las calles y, sin tener ningún cargo o ejercer la política, eran saludados y estimados por todos. Ambos pertenecían también a otra época, de cuando San Francisco de Campeche y Mérida eran más amables, cuando prácticamente todos se conocían de alguna manera. Hoy, parafraseando a Neruda, hemos crecido tanto que no conocemos al vecino.

No tuve el gusto de conocer a [i]Chitopán[/i]; sin embargo, lo imagino como a muchos que conozco como aficionados al beisbol: una persona con charla amena en el día a día, pero apasionado ferviente de su deporte y, sobre todo, de su equipo. Miguelito, por el contrario, era conocido de la familia, especialmente a través de mi abuelo, cuando ejercía como cronista deportivo.

Con respecto a su persona, hace algunos años, en una conferencia acerca de la personalidad íntima del yucateco, me permití afirmar que reconocer una cierta voz y entonación convertía a un sector de la población en huiros; es decir, en individuos relacionados sentimentalmente con una manera específica de expresarnos y manifestarnos como distintos.

Algunos ejemplos de estas frases eran las siguientes:

-“¡Ninioooos, al que no rece no le toca tox!”

-“Hay rábanooo, hay cilantrooo!”

-“¡Compra hamaaca, marchantee!”

-“¡Hay arepas, iswaje’es!”

-“¡Sidras, cervezas!”

-“¡Qué lloren!"..

“Y eso haremos cuando [i]Miguelito[/i] ya no esté con nosotros”, me permití afirmar entonces, hace ya 10 años.

[i]Miguelito[/i] era un ser distinto. Aunque supe de él desde pequeño, me tocó verlo en el Kukulcán, cuando acompañaba a mi abuelo a la caseta de prensa y radio. Ahí me tocaba recibir uno de esos enormes pastelitos de jamón y queso Daisy, con un refresco; en parte, como cena y también para mantenerme despierto si el juego se prolongaba.

En ocasiones, Miguelito llegaba hasta la casa, porque la lluvia había obligado a suspender el partido. Entonces la familia se volvía golosa ante la cantidad de pastelitos: de jamón y queso, a veces de camote, y otros más “de margarina primavera”. Ya mayor legalmente, y cuando comencé a acudir por mi cuenta a las cantinas, era común que llegara e interrumpiera la plática de todos los presentes con su particular pregón: ¡Que lloreeeeeen! Y ya en corto, asentaba unas cuantas bolsas de bizcochos salados, de manteca, hojaldritas y otras delicias, y en voz más baja nos decía “ahí está la llave, señores”. Efectivamente, muchos podíamos tomarnos una o dos frías más, tranquilamente, y llegar con la preciada mercancía a casa, sin mayor consecuencia.

También, en el Kukulcán, su presencia fue haciéndose esporádica. Habrá por ahí algunos que recordamos, como señal de que la cosa iba en serio, haberle comprado un pastelito a la chica que había aceptado acompañarnos al partido.

Hace un año, cuando [i]La Jornada Maya[/i] iniciaba, me alegré por María Briceño, entonces novel periodista, que había movido cielo, mar y tierra para dar con él y entrevistarlo. Como muchos, sabía que Miguel Echeverría Ontiveros era mortal y que algún día nos haría falta. De hecho, estos últimos años su mercancía había estado ausente y se le echaba de menos.

Y sí, ya no contamos con Miguel Echeverría Ontiveros. [i]Miguelito[/i]; sin embargo, ya está en el recuerdo, en el inconsciente de varias generaciones, menos en la de aquellos que no alcanzaron a probar sus pastelitos. Estos no alcanzarán a entender cómo este señor, a quien tal vez debió dársele la etiqueta de emprendedor, se hizo famoso en el medio. Dudo que comprendan que el sábado pasado no murió una persona, sino una época. A esos sólo les puedo decir lo siguiente: ¡Qué lloreeeeeeen!

Mérida, Yucatán


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