Mario Barghomz
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya
Lunes 10 de octubre, 2016
De una u otra manera, los muros siempre han existido a lo largo y ancho de la historia. Muros que fortificaban, impedían y defendían, pero que al mismo tiempo encubrían y encerraban. Muros que protegían del enemigo en una guerra, que delimitaban un territorio, pero que también se construían en torno a un pueblo, para encerrarlo en su propio territorio, bloqueando toda libertad de supervivencia.
Muros de ignominia y barbarie. Muros que se construían entre ciudades, imperios y pueblos, ideologías y creencias, nobleza y plebe, terratenientes y esclavos, judíos y cristianos, europeos y árabes, liberales y republicanos, conservadores y revolucionarios. Muros que con el tiempo se volvieron fronteras, himnos y banderas, razas, lenguas, razones, resentimiento y diferencia.
Siempre y por mucho tiempo; México también ha construido sus propios muros. Muros de odio y desprecio, como aquellos de la conquista entre caciques y campesinos, entre conquistadores e indígenas, entre criollos y mestizos, entre el poder de un imperio católico y la burda inocencia de pueblos puramente aborígenes.
Muros que también tendieron, entre ellas mismas, las tribus nahuatlacas, venidas del norte y asentadas después sobre el Valle de México; muros que diferenciaban sus lenguas, sus oficios, sus ritos y sus dioses. Muros que el pueblo Náhuatl construyó en torno al poder y la diferencia con aquellos a quienes sojuzgaba y atemorizaba, de quienes se aprovechaba exigiéndoles tributo y a quienes despreciaba extirpándoles el corazón para ofrecerlo a sus dioses.
Muros políticos y xenofóbicos que dieron pie a la Revolución Mexicana. Muros de desprecio al indígena, al campesino; muros de ambición y discordia. Muros que enfrentaron a liberales y cristeros en una guerra absurda que manchó de sangre el respeto a lo más sagrado.
Muros que de un lado y otro se atribuyeron siempre la razón del desprecio. Muros que hasta hoy se siguen construyendo para lastimar y despreciar al otro por sus creencias, por sus convicciones, por su género y su filiación política. Muros de rencor y de odio por aquello que simplemente, de un lado y de otro, no les parece.
Muros entre el pueblo y el presidente que permiten tanto la ofensa como el “meme” y la burla, que ocultan un odio bizarro bajo la arenga, la ironía y la consigna. Muros entre patrones y trabajadores, entre instituciones y sindicatos, entre médicos y pacientes, entre maestros y alumnos, entre taxistas, entre familias disfuncionales, entre parientes que ya no se hablan y entre amigos que se traicionan, entre generaciones, entre unos y otros.
Muros de indignación y de agravio, de ira y rabia contenida ante el silencio y la indiferencia, ante la impotencia y el menosprecio. Muros mudos, ciegos y sordos; muros oscuros y sórdidos. Muros vacíos del grueso mismo del corazón de quien los construye y el oscuro vacío de su alma.
Los mexicanos han construido entre ellos mismos muros toda su vida. Muros que han hecho por tradición o por costumbre, precaución o miedo. Son muros que hasta hoy se levantan (a veces de hasta cinco o seis metros de altura, coronados de vidrio quebrado o vallas de alambre de púas o electrificado que advierten: ¡peligro, alto voltaje!) para proteger su casa, para aislarse, para guardarse de los demás y que nadie vea, para quitar de la vista ajena su pertenencia, para que nadie mire lo que ahí (adentro) se hace o se tiene, para evitar a los ladrones, para que ningún indeseable atraviese propiedad ajena. Muros que además, en propiedades costosas, están rodeados de cámaras y guardianes, protegidos por perros feroces, portones que se abren a gran distancia y alarmas desde las más sofisticadas hasta las más escandalosas.
Toda casa mexicana tiene al menos su albarrada, su barda, su rejita de madera o de herrería; muros que se construyen para separar la calle de la casa, a los demás de nosotros. Cada muro mexicano guarda la privacidad, el patrimonio, a la familia, a los hijos. Cada muro mexicano guarda también los secretos (los buenos y los malos), lo privado o vergonzoso, lo que es sólo de uno y no de los otros, lo que se tiene, poco o mucho, y que no estamos dispuestos a compartir con nadie. Le llamamos privacidad; lo más íntimo y sagrado de nosotros mismos.
En lo particular los desprecio (a los muros), de lo que sean, de lo que estén hechos y la razón por la que se construyeran o quieran construirse. Muros despreciables que además me recuerdan los muros mentales y emocionales, los muros de la intolerancia y el prejuicio, de la indignación y la rabia, la violencia, los de la pobreza y la ignorancia. Muros que se yerguen ante nuestros ojos, ante la dignidad y la razón de todo buen comportamiento humano.
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