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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Gustavo Durán / Notimex
La Jornada Maya

Jueves 1º de septiembre, 2016

La sala de prensa está a reventar. A la izquierda, frente a los impacientes reporteros, se encuentra el mandatario de México, el anfitrión Enrique Peña Nieto. A la derecha, el candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump. Cada uno presididos por un atril, separados unos tres metros. Aun a esa distancia, contrastan sus estaturas; el estadounidense le lleva casi una cabeza al mexicano.

Un silencio sepulcral envuelve al salón, en donde antes reinaba al alboroto, el frenesí. Los reporteros —de ambos países— escuchan con atención las palabras del presidente Enrique Peña Nieto. Él es el primero en hablar. El jefe del Ejecutivo del país explica lo que trató con el magnate a puerta cerrada. Habla de los vínculos históricos entre ambos países. Del porqué de la criticada invitación. Se expresa en un fluido español.

Le cede la palabra al visitante. El candidato republicano, moderando el tono de su discurso, intenta elogiar a los mexicanos —y a los estadounidenses de origen mexicano—, resaltando su amor a la familia, su fe. Plantea cinco puntos sobre la que erigirá su relación con México, en caso de resultar electo. Uno de esos puntos es la construcción del muro.

En ese preciso instante, uno de los reporteros acreditados se levanta de su asiento y le tira un zapato, el izquierdo, al estadounidense. La suela del mocasín se estampa en el rollizo rostro de Trump, que da varios traspiés hasta que finalmente cae sobre el escenario, empujando en su debacle al presidente Peña Nieto, quien cae sobre su invitado. Todos se ríen, incluso los elementos de seguridad, que no se percatan que un hombre con un pie descalzo abandona con sigilo la rueda de prensa.

O, cuando Trump concluye su alocada disertación sobre la necesidad de un muro en la frontera, una fotógrafa se aparta del enjambre de flashes, y con voz de soprano entona una sonora, rugiente mentada de madre; un liberador y astringente ¡Trump, chinga tu madre! Elementos de seguridad la sacan de inmediato del salón. Ella, sonriente, se despide de sus colegas, quienes la ovacionan.

La invitación que el presidente Peña Nieto realizó a Trump es un disparate. No tenía razón de ser. Únicamente validó el circo que el empresario estadounidense ha protagonizado desde hace algunos meses. Peña Nieto y su equipo confundieron la diplomacia con la sumisión; el presidente mexicano se mostró débil, con baja autoestima y miopes miras. No fue una bofetada con guante blanco, un no-somos-iguales.

Trump ha ofendido a millones de mexicanos, de aquí y de allá; nos ha llamado narcotraficantes y violadores, nos ha acusado de robarle los trabajos a estadounidenses. Ha caldeado los ánimos de un país paranoico y sediento de enemigos. Trump nos ha convertido en los otros, en los indeseables. Yo, en lo personal, no invitaría a un vecino que en una bizarra cruzada parece empeñado en descalificarme y poner a todos en mi contra. Ni siendo idiota le abriría las puertas a alguien que ha basado su avance atacándome.

Y como yo piensa la gran mayoría de los mexicanos. O cuando menos lo percibí así en el aluvión de comentarios negativos con el que fue recibido el candidato republicano. Si tan solo los cientos de miles de palabras que se dijeron o se escribieron en el marco de esta polémica reunión se hubieran cristalizado en los hechos imaginados párrafos arriba, diferenciados tipográficamente con itálicas de la realidad, no tendría el mal sabor de boca que tengo al teclear esta columna.

¿Un incidente de ese tipo hubiera hablado mal de nosotros? ¿Un zapatazo o una mentada le habrían dado la razón a Trump? No, no creo. Al contrario. Nos hemos convertido en el vertedero del odio de los estadounidenses a causa de Trump. Mexicanos —y descendientes de mexicanos— han sido atacados e insultados en el país vecino, azuzados por el personaje que fue recibido como jefe de Estado por Peña Nieto.

El candidato republicano está manipulando los instintos básicos de sus compatriotas; está despertando en ellos el germen del odio. Gane o pierda las elecciones, ya hizo un daño que tardará años en repararse. Ha incubado en millones de estadounidenses un peligroso sentimiento que deambulará; aún con su derrota, que como muchos deseo con gran fuerza.

No esperaba de él una disculpa. No, después de todo lo que ha dicho y hecho; incluso, me sorprendió la habilidad con la que moderó su discurso y se adaptó al escenario. Políticamente, a Trump le convino mucho esta visita. Tampoco esperaba la invitación. Nunca creí que Peña Nieto fuera capaz de tal imprudencia. Me sigue sorprendiendo. Cada vez que creo que toca fondo, cae de nuevo. Una y otra vez.

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[b]Referencias whatsappgráficas[/b]

Muchas de las ideas que saco, como prestidigitador, en esta columna, no son mías; me las apropié de otros. En trasiego en varios grupos de WhatsApp fui moldeando este escrito, hijo de muchos. Lo consigno así no para evitar que me acusen de plagio, sino para hacer patente mi ignorancia de cómo citar en esas bateas virtuales. Escrito lo anterior, agradezco a quienes sin quererlo me inspiraron en esas intrascendentes pero interesantes tertulias de pantallita.

[b]Mérida, Yucatán[/b]
[b][email protected][/b]


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