de

del

Giovana Jaspersen
Foto: Francisco Marín
La Jornada Maya

Viernes 19 de agosto, 2016

[i]“El momento presente no se parece a su recuerdo.[/i]
[i]El recuerdo no es la negación del olvido.[/i]
[i]El recuerdo es una forma de olvido.” (M.K)[/i]

Materializar la ausencia ha sido una de las continuas humanas, hacer que algo o alguien esté, o bien, permanezca. Los intentos se observan desde la voluntad del retrato, pasando por la necesidad del altar y variando en casos involuntarios como, en la escritura, la Psicografía. En esta, el lenguaje del “ausente” posee al escriba y es él quien narra.

Gran parte de las religiones basan su creencia en libros psicográficos, en los que quien escribe es un medio para que la divinidad hable. Algunos autores han afirmado incluso que parte de su producción literaria es resultado de cómo su mano fue tomada por otro, más allá de su voluntad; tal es el caso, por ejemplo, de Pessoa, quien tuvo distintos episodios psicográficos. Las discusiones acerca de si es otro quien escribe o el subconsciente del escriba no han sido pocas y no es menester de estas líneas retomarlas. Sin embargo, sí lo es tomarlo como punto de partida para hablar de las 15 piezas que componen la más reciente exposición de Francisco Martín en el MACAY Psicografías, retrato del padre. Muestra en la que bien podríamos decir que su lente fue vehículo para que el otro se narrara, o bien, que la piedra fue el camino para que su padre pudiera retratarse.

La abstracción de la imagen paterna a través de la roca en toda la serie fotográfica, no es casual ni falta de sentido, especialmente en el marco de nuestra tradición cultural. No hay materia más cercana a la función y visión que se forja del padre: su naturaleza es pétrea en tanto que sustento, rígido y fuerte; es también ígnea y metamórfica al ser cíclica como estas rocas que se funden y transforman para ser otras y la mismas después de miles de años, como herencias familiares; y finalmente, es memoriosa como la piedra que lleva inscritas historias.

A través de su foto, el autor permite además un doble camino pues nos acerca a la búsqueda y encuentro de él con su ausente; pero también nos incita a una interacción más personal, con la obra, con nosotros, nuestros olvidos y sus memorias. De esta forma, la exposición deja de ser intimista, para ser introspectiva e incluso interactiva. Y es que cuando hablamos de interactividad hoy la vista se nubla entre tecnología, luces y sistemas; olvidando la parte más esencial: la humana. En este caso, Martín le regala al visitante una participación constante en la sala, en la que se escucha un continuo ¿Acá qué ves? Mezclándose en el aire con afirmaciones como “Aquí está la boca” o “Un ojo, dos ojos, la nariz”. Así, como en un test de Rorschach todos en la sala nos permitimos “armar” -o no- a su padre y con ello comienza a pertenecernos.

La colección, más que un proyecto fotográfico parece ser un proceso; de duelo, memoria y olvido. Para su creación, el autor recorre el taller paterno después de que este muere, en él lo encuentra y (se) retrata. Los encuentros con la usencia son vistas profundas al espejo, reflejo de lo que somos y vemos, de nuestro Fanerón. Ya que al no existir nada más de ese otro, al haberse ido, lo que vemos es un reflejo, agudo e íntimo.

Todos hemos vuelto alguna vez a los espacios, con los olores y atmósferas que forman un amasijo con quienes los habitaron. De esta forma se “ocupa” la ausencia; o bien, ésta “ocupa” el espacio. En el proceso de duelo el intento de resolución-postergación de este tránsito es común, buscar congelar y que la ausencia habitada se registre, dejando de ser efímera. Martín nos muestra cómo su padre estaba en cada rincón, en las partes más pequeñas de los muros y el espacio, donde había sucedido su historia que para materializar retrata.

Este instinto de conservación, parece el mismo que llevara a don Felipe Kelsen en [i]Los años con Laura Diaz[/i] de Carlos Fuentes, a que después de la muerte de su compañera de vida se embadurnaran a mano las paredes de la casa con una mezcla de cal, canto y baba de maguey, que le daba a los muros la tersura de la espalda de una mujer desnuda. No cualquier espalda, sino una, la de su mujer. Con ello las crujías estaban habitadas por ella, y su piel perpetuada en la caricia que podía extenderle al andar los pasillos. En oposición, hay quienes visten los muros de recuerdo, incapaces de descolgar de ellos el abrigo o la boina de quien ha partido, pues en la ausencia eso es lo único que se tiene.

Martín, por su parte, tiene sus [i]Psicografías[/i] y nosotros una cita con su duelo, que se convierte en el nuestro.

Mérida, Yucatán
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