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Por Pablo Cicero Alonzo
Foto: Ernesto Medina
La Jornada Maya

Jueves 18 de agosto, 2016

El nombre de Polo apenas se pronunciaba. Y cuando eso sucedía, era en voz baja, entre susurros. Pero, por más que se empeñaron, no lograron exorcizar su presencia de sus vidas. Era una sombra que deambulaba por los pasillos y por la memoria, un fantasma que se sentaba a la mesa a cenar. Todo el día, a toda hora. Durante los cuarenta años de su ausencia. Las Islas Marías se convertían ahí en un archipiélago de insomnio.

Esta historia trágica se encadenó a otras, y a otras. Víctor, el cuñado del condenado asesino, vio cómo la fortuna de su suegro Jenaro se le escurrió de las manos, comprando conciencias mercenarias de jueces y periodistas. El legado de generaciones desapareció en pocos meses, quedó reducido a lo mínimo. «Tenía unas doscientas casas, en lo que hoy es la García Ginerés», rememoraban, en la ancianidad, los últimos eslabones de esa familia. «Recuerdo», añadía uno, «cuando unos recién casados fueron a visitar al abuelo Jenaro… Él les regaló una casa». La casa de Jenaro y su familia aún alberga a sus descendientes. Precisamente ahí murió, hace no mucho, Polo. La casa se encuentra junto a donde hoy funciona el colegio con su nombre, dirigido por unas monjitas. Fueron los alumnos de esa escuela quienes encontraron tirado el cadáver de ese muerto en vida que regresó a su casa cuatro décadas después.

El mismo ocaso sufrió la familia de Víctor. En los primeros años de la condena de Polo, en Yucatán, a golpe de decretos, el gobierno castró a una casta que se había enriquecido décadas con el henequén. Cientos de haciendas fueron expropiadas, entre ellas las de la familia de Víctor. Los hacendados intentaron por todos los medios —legales e ilegales— salvar algo de su patrimonio; nunca, como entonces, se ha registrado en Yucatán tanta efervescencia de divisas. Por ejemplo, Víctor y su familia, como alquimistas, transformaron todo lo que tenían en oro; hicieron falta centenarios en el Estado. Ese oro, en meticulosas operaciones, lo sacaron del país.

Víctor realizó, por lo menos, una veintena de viajes a La Habana. En sólo tres meses. Iba y venía sólo con una maleta, con una muda de ropa. Vestía siempre, a pesar del calor, un chaleco. En esa prenda, confeccionada especialmente por un sastre, cabían, escondidas, trescientas monedas de oro. Nadie se percató que, sin declarar, Víctor sacó del país más de cinco mil centenarios, muchos de los cuales fueron enviados a las Islas Marías en misteriosos paquetes sin remitente. Hicieron lo mismo sus hermanos y sus primos. Kilos, kilos de oro cruzaron esa pequeña lengua de mar que separa la Península de Cuba, ese caimán que se engulló los últimos rescoldos de la fibra. La fortuna tránsfuga de esa familia henequenera pasaría, años después, a las arcas de barbudos verdeolivo. Sin embargo, le dio un respiro a Víctor y a los suyos durante varios años más.

De nuevo, una isla. A diferencia de la que servía de purgatorio a Polo, Cuba representó para Víctor la libertad. Vivió ahí varios años, con su esposa e hijos. Incluso, varios de los hermanos pequeños de Elda y Polo pasaron temporadas con ellos. Ese simple viaje se convertía en bálsamo, en pomada. Huían de las paredes, de la casa, del barrio, de la ciudad… Todo el paisaje que les recordaba a su hermano y la tragedia que parecía ensañarse con ellos.

Varios de los hermanos de Víctor se casaron con cubanas. Incluso aquel que desde su nacimiento le habían diagnosticado trastornos mentales, aquel que provocaba pesadillas a sus padres, que lo encontraban escondido en los jardines de su casa destripando ranas o retorciéndole el pescuezo a gansos. Aquel que desapareció varios meses después de que Polo fuera hallado cubierto de la sangre de una rubia.

Nadie lo echó de menos. Al contrario. Víctor, sus padres y sus hermanos, sin decirlo, se alegraron de su partida. Nunca lo aceptaron; les daba vergüenza. Su sola presencia era incómoda. Siempre, siempre, tenía algo desagradable qué decir. Desentonaba. Incomodaba. Nadie lo soportaba. El único amigo que tuvo en la vida fue Polo, y después de aquella noche nunca volvió a verlo. Nunca. Nunca. Se llamaba Pedro, y esta es su historia…

[b]Mérida, Yucatán[/b]
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