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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Willliam Hogarth
La Jornada Maya

Jueves 30 de junio, 2016

Está en andrajos, con los senos a la vista; despeinada, los ojos entrecerrados, la mirada perdida… Sonríe, come algo que no se llega a distinguir qué es y tiene llagas en una pierna. Un niño se cae, gritando, ante la entumida indolencia de la mujer. En el grabado igual se observan otras escenas, también dantescas: un ahorcado,l un hombre en carretilla al que le dan de beber, una madre que emborracha a su hijo, un entierro. Revueltas. Un edificio derrumbándose…

Así ilustró William Hogarth en 1750 una epidemia de adicción al gin que se registró en Inglaterra. Oferta y demanda. A eso se redujo todo. El origen de la ginebra se remonta a los siglos XV y XVI, en los Países Bajos. Hay un tratado de destilación, fechado en 1582, en el que se hace mención a la “acqua-juniperi”, espíritu que podría considerarse antecesor del “jenever” holandés y del gin inglés.

El primero en destilar el fruto del enebro con alcohol puro fue el profesor Franciscus Sylvius; lo hizo en un polvoriento laboratorio de la Facultad de Medicina de la ciudad de Leyden, en Holanda. El alquimista, más que científico, quería hacer una medicina para los riñones, aprovechando las propiedades diuréticas del enebro. Así nació el gin. Sin embargo, su popularidad no se debe a los holandeses, sino a los ingleses.

Guillermo de Orange se convirtió en rey de Inglaterra en 1698; gobernó con el nombre de Guillermo III. Él llevó el elixir de enebro a las islas británicas, donde se convirtió en una popular bebida. Con el aumento del consumo, las destilerías y los expendios, que aparecieron como hongos, no tuvieron reparo en añadir a la mezcla cualquier cosa; la adulteraron, usando “ácido sulfúrico, aceite de trementina y cal; era como la muerte en un vaso”, en un brindis explosivo. Lo anterior lo documenta Lesley Solmonson, autor del libro [i]Ginebra: Una historia global[/i].

La población miserable aspiraba a beber como el rey y aceptaba cualquier poción. En ese entonces, la bebida “fue vendida en todas partes: desde tiendas de ultramarinos a los establecimientos de los barcos; había un bar en cada edificio, una destilería en cada esquina”, asegura Lesley Solmonson. Los estragos de estos excesos afloraron al poco tiempo. Los miles de consumidores de la bebida sufrieron estragos físicos y psicológicos. Hay un caso de tristeza superlativa: el protagonizado por el alcohólico Judith Defour. Este sujeto estranguló a su hija pequeña para vender sus vestiditos y así tener dinero para comprar más ginebra. Defour fue hallado culpable y condenado a la horca en 1734. El gobierno inglés tuvo que tomar medidas ante este problema de salud pública y redujo considerablemente los locales en los que se podía adquirir alcohol.

El martes pasado, [i]La Jornada Maya[/i] publicó un borrador de una iniciativa de cambios a una ley y a un reglamento, que de materializarse representaría la apertura de cientos, quizás miles de nuevos establecimientos en los que se pueda vender alcohol. Este borrador, quizás el primero de muchos, quizás el final, no se sabe, no ha llegado al Congreso estatal para su debate. Está en un confuso limbo que permite incluso a sus padres desconocerlos; hijo bastardo de un interés inconfesable. Este es un tema que debe ser antes debatido, en el que se escuchen las voces de expertos, como el padre Raúl Ignacio Kemp Lozano, director del albergue San José Cottolengo, y la de Víctor Roa Muñoz, director de los Centros de Integración Juvenil.

La publicación de esta intención de cambio en ley y reglamento es un tema de interés público; a todos nos afecta que se baraje incluso la posibilidad de hacer más laxos los requisitos para poder vender cerveza. Aunque sea sólo un borrador. Aunque aún no haya nada firme. Las restricciones que hasta hoy se mantienen en las normas tienen una razón de ser: son la expresión de décadas de experiencia en la prevención de ese grillete social que es el alcoholismo. Las autoridades no pueden convertirse en rehenes de empresas, cuyo único objetivo es el de ingresar más riquezas a sus arcas, sin importar el cómo. Los ciudadanos no podemos permitir que se pague un precio tan alto por la llegada de una fábrica y de sus satélites; bastante hemos dado ya los yucatecos.

Entumidos en nuestro confort, el borrador filtrado puede todavía afinarse y convertirse en ley. Matizado con eufemismos; confuso y profuso de tecnicismos. Las consecuencias, entonces, serían a corto, mediano y largo plazo. De nuevo, todo se reduce a la oferta y a la demanda. En el peor de los casos, Yucatán no necesitaría un escudo, sino un flotador, inundado por licorerías.

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Mérida, Yucatán


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