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El infinito en un junco

Leer los tiempos
Foto: Ediciones Siruela

La obra que se ha venido convirtiendo en éxito de ventas, El infinito en un junco (Ediciones Siruela, 2019) de Irene Vallejo, es la biografía pormenorizada de un amigo íntimo de quien la autora ha estado siempre abiertamente enamorada.

Es, también y sobre todo, uno de los estudios más luminosos sobre la historia de los libros. Capaz de conmover y capaz de divertir como si de una novela de aventuras se tratara, cruza por todos los géneros sin detenerse en respetar fronteras y va de la franca erudición al relato enardecido, a la poesía y aun a las más finas y aun dolorosas viñetas autobiográficas.

Las líneas que conforman mis columnas han tratado siempre, en lo posible, de evitar el elogio o la diatriba para trasladar al lector tan sólo la opción por buscar o no una lectura que a mí me ha interesado por cuanto se refiere a los tiempos que vivimos. En el caso de El infinito en un junco, la recomendación surge espontánea: es un libro que debe ser leído porque será gozado, seguramente, por su tema, su manera de tratarlo, la maravillosa pluma de Irene Vallejo, su estilo en todo el sentido etimológico de esta palabra y el cariño que busca demostrar hacia el lector que acepte ser su cómplice, además de su compañero de viaje por los milenios que abarca su historia.

Aquella niña rara que encontraba la entrada al mundo ideal que le correspondía, primero, en las historias que oía narradas por su madre y, muy poco después, en la magia de la letra impresa, quiere cumplir con el deber de rendir homenaje a esas antiquísimas culturas capaces de dar sentido a unos rasgos dibujados e inventar letras para la posteridad y trasladarlas a espacios en los cuales guardar su registro. Por eso se traslada aquella niña a la rigidez esbelta de los juncos de los cuales habrán de surgir los rollos de papiro que contendrán el mundo infinito de la imaginación y llega hasta el día de hoy cuando los signos trazados pueden incluso ser virtuales para llegarnos a través de nuestras pantallas en los teléfonos digitales y en eso que llamamos tablets o kindles.

Pero, sobre todo, rinde homenaje a la existencia de las bibliotecas, desde aquella maravilla tres veces destruida en “la ciudad de los placeres y los libros”, la Biblioteca de Alejandría, con sus rollos de papiro, hasta la que llegó, por los caminos de Roma, hasta los códices de los monasterios medievales, trasladó la invención de la imprenta por aquel tallador de piedras preciosas, Johannes Gutenberg, hasta el “oficio de riesgo” que ejercen los libreros y a nuestras manos contemporáneas.

En realidad, un viaje por la historia para retornar a ella misma y verse como la adulta que no aprendió los oficios de bordar, coser, hacer crochet pero a la que “fascina la delicada urdimbre de las palabras”. Ya no es la niña a quien salvaron las historias que le narraba su madre y escribe “para que no se acaben los cuentos”. 

Es una mujer que sabe latín y conoce bien en carne en propia lo injusto y ciego que ha sido el mundo con las mujeres. Sabe, también, lo importante que han sido las mujeres para crear y transmitir eso que llamamos civilización. Por eso, cuando habla de esa urdimbre de palabras lo hace en el capítulo que dedica a los “Añicos de voces femeninas” que nos han llegado, para situarse como “heredera de esas mujeres que desde siempre han tejido y destejido historias”. Escribe “para que no se rompa el viejo hilo de voz”.

Y nos invita a recordar las palabras de Zweig: “Los libros se escriben para unir, por encima del propio aliento, a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.

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Edición: Laura Espejo


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