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Texto y foto: Tabacón B. Linus
La Jornada Maya

22 de febrero, 2016

El sábado, en un “rincón cerca del cielo”, esto es, en un lugar muy arriba en las gradas, miles asistimos al concierto de Juan Gabriel. Cuatro son los sabores de boca que nos quedaron. Todos malos.

El Coliseo no es sólo un adefesio arquitectónico (eso salta a la vista). La acústica es terrible, y eso que la exploramos en distintos niveles y espacios. Ángulos metálicos y cubiertas de lámina galvanizada, que en cualquier lugar decente hubieran sido eliminados o cubiertos con materiales especiales, en el Coliseo brillan por lo inadecuado. Hay rebotes sonoros abundantes y aberrantes. Si de antemano no conoces la letra de la canción, es imposible entenderla en el espectáculo. Todo está construido hacia el lado barato y la extracción máxima de ganancia. De las llegadas y accesos ni hablemos. El estacionamiento es un potrero con 2 mil cajones sin lógica o planeación. El transporte público no tiene ninguna ruta al lugar. Los que no tenemos auto, tuvimos que organizarnos con amigos. Ese es el primer mal sabor.

El segundo, es terrorífico. Juan Gabriel mostró tres videos y temas musicales que nadie conocía, en los que cantó -de la manera más oficialista imaginable- a lo bello, grande y fuerte que es México. Parecían producción de la oficina de comunicación de Presidencia de la República, con imágenes de soldados marchando, banderas ondeando, obras públicas inauguradas y danzas folclóricas de utilería.

En lo más grotesco, mientras la canción describía la heroica historia nacional, en las pantallas se desplegaba una rápida sucesión de imágenes rudimentarias o fijas de los presidentes del país: Madero, Carranza, Cárdenas, Echeverría, Alemán, etc. Claro, el que no tenía imagen fija, sino video largo y bien editado, era Enrique Peña Nieto. Él aparecía encabezando el Grito de Independencia y luego dando el cerrojazo a la historia de nuestro tiempo.

Una investigadora graduada de la Universidad de Cambridge que compartía la fila, nos ayudó a notar lo terrible de esta propaganda del feel good oficialista. Ella se indignó aún más cuando Juan Gabriel entonó su éxito de “pero qué necesidad, para qué tanto problema”, mientras en las pantallas gigantes ondeaban la bandera, el escudo nacional y desfilaban soldados en tanquetas. Era una nueva versión de esos anuncios del gobierno federal de “ya dejen de quejarse” que causaron tantas molestias y luego debieron ser retirados. Ese fue el segundo mal sabor de boca, uno que deja abierta la puerta a la especulación de un Juan Gabriel que debe traer tremendos líos fiscales para hacer este “pago en especie” a fuentes oficiales.

El tercer mal sabor de boca es la vulgaridad simple y ramplona de un sector importante del público. El concierto fue bastante mediocre. Juan Gabriel no cantó más de 25 minutos efectivos. El resto del tiempo hacía cantar al público, tarareaba largos coros o introducía a artistas de su establo, todos de muy dudosa calidad. En varios puntos el público se veía aburrido y sólo despertaba cuando Juan Gabriel se contoneaba eróticamente, creando ese morbo de sexualidad oculta de otro siglo. Ahí el público rugía con esa doble moral decimonónica que a los yucatecos nos marca en la sexualidad de clóset.

El último sabor es el peor. Desde que apareció el Coliseo, nos hemos llenado de expresiones musicales y artistas en su decadencia intrascendental: Julio Iglesias, Mark Anthony, Maná, Ringo Star, Mijares, Emmanuel y similares, porque solo ellos pueden llenar con masas clase medieras no muy musicales (el boleto no es barato). El Coliseo con su tamaño ha saturado el mercado y atrás han quedado conciertos más independientes que en su momento trajeron a Mérida a Armin van Buuren, Tiesto, Caifanes o los Tacubos.
Tenemos música de nivel y tipo Televisa o Miami, y se están extinguiendo otras ofertas. Ahí está muriendo la diversidad musical en Mérida: en la arena, con pena y nada de acústica.

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