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Pablo A. Cicero Alonzo
Ilustración: Marcelo Santos
La Jornada Maya

22 de febrero, 2016

En el ocaso de su administración, el gobernador de Quintana Roo, Roberto Borge Angulo, cosecha lo que sembró, al igual que sus antecesores. Una maldición parece perseguir a todos los mandatarios de ese joven estado; una maldición con diversas intensidades: desde una pena de cárcel, como es el caso de Mario Villanueva, al estigma de frívolo, como le sucede a Joaquín Hendricks Díaz, a quien el imaginario popular lo recuerda de viaje por Europa, acompañado de un bombón uruguayo, mientras uno de los peores huracanes en décadas azotaba a su estado.

Borge Angulo no se queda atrás, y su futuro no pinta prometedor. Aun si logra librar inminentes acusaciones legales, sobre él siempre rondarán fantasmas que nunca pudo exorcizar, como el acoso recurrente a los medios de comunicación críticos y la falta de contundencia en el combate de feminicidios. Borge se enclaustró en su primer círculo, que lo tapió de loas y elogios. Incapaz de ver más allá de esa muralla de mentiras, el gobernador se transformó en un virrey, que paseaba presumiendo un traje de corrupción que nadie fue capaz de denunciar.

Roberto Borge es únicamente un producto del sistema político quintanarroense, que me recuerda el argumento de la novela El señor de las moscas. En 1954 publicó William Golding este libro, en el que se relata cómo un grupo de estudiantes ingleses naufraga en una isla desierta y se organiza para sobrevivir. Al principio, y lo que parece el espejo de una utopía, los chicos logran salir adelante, pero posteriormente todo se trastoca: el paraíso se transforma en infierno. Es una metáfora violenta del poder y de su destructor efecto en el alma, un microcosmos que se repite a cualquier escala.

Quintana Roo se convirtió en entidad federativa en 1974, veinte años después de la publicación de El señor de las moscas. Un estado que, para su desarrollo, requería de más habitantes. Así, de todos los rincones del país llegaron colonos para poblar esas paradisíacas tierras que prometían un nuevo inicio y mejores oportunidades. Esos peregrinos fueron protagonistas del boom de Quintana Roo; sus manos —y las de los anfitriones— construyeron literalmente el estado.

Sin embargo, los quintanarroenses —por nacimiento y por adopción— no han tenido a los gobernantes que se merecen. Como ya mencioné, en ese estado la gubernatura conlleva escándalo, y son excepciones quienes han salido indemnes en sus seis años; una lepra de palmeras y de turquesa. Lo mismo pasa con la alcaldía de Cancún, que se ha convertido en una pasarela de seres extraños, descritos por un Kafka caribeño. Estos también han terminado en la cárcel o exiliados por el repudio de la opinión pública; hay otros inhabilitados y unos más desaparecidos.

Lo que pudo convertirse en un modelo político para el país se ha transformado en su vergüenza: El señor de las moscas de nuestra democracia, nuestros violentos náufragos… Gran parte de esta situación ha sido consentida por las autoridades federales, a cuya vista y paciencia a aumentado la corrupción en Quintan Roo. Igual, las autoridades nacionales de los partidos que ahí están representados, que en lugar de levantar el nivel político lo hunden aún más, como fue el caso del franquiciatario del Verde Ecologista, acusado por sus detractores de utilizar Quintana Roo como su sala de fiestas privadas, con balconing incluido.

Este fin de semana fue excepcional en la política quintanarroense, y llama la atención que el escenario se haya trasladado a la capital del país. Ahí, los priístas anunciaron que van a tener un candidato de unidad, mientras que un tránsfuga de ese partido, Carlos Joaquín González, se inscribió como precandidato del PRD. Al parecer, Quintana Roo ha dejado de ser una isla, y eso es positivo. A la actual clase política que gobierna el estado le sucedió lo mismo que a los chicos de la novela de Golding, que de alumnos civilizados se transformaron en bestias salvajes; pasaron de las guayaberas a los taparrabos. De los quintanarroenses ahora depende elegir qué tipo de representantes quiere.

Mientras tanto, escraches políticos como el que protagonizó Pardinas —“…no me amargue mi cumpleaños con sus falsos parabienes”— serán más comunes y aguerridos. Por reprobables comportamientos de sus integrantes, las autoridades quintarroneses son apuntadas y prejuzgadas; llevan tatuada por la opinión pública la letra escarlata de la corrupción. Por hechos documentados, se han convertido en la vergüenza de quienes se suponen representan.

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