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Manuel Alejandro Escoffié
Foto:vTomada de la web
La Jornada Maya

15 de febrero, 2016

Sé que es noticia vieja. Qué es muy probable que lo que pudiese haberse dicho y escrito alrededor de la re-captura de Joaquín Guzmán Loera, mejor conocido como [i]El Chapo[/i], al igual que de su controvertido encuentro con Sean Penn y Kate Del Castillo, efectivamente ya ha sido dicho y escrito. No obstante, desde que pasó a formar parte del conocimiento público, no dejo de pensar en las pintorescas circunstancias bajo las cuales se afirma que dicha re-captura fue llevada a cabo. Al parecer, el Sr. Guzmán fue incapaz de resistirse al llamado de las sirenas hollywoodenses y sus promesas de hacerle justicia por medio de la ficción. “Harán por mí lo que Howard Hawks y Brian de Palma hicieron por Al Capone”, de seguro dijo para sus adentros.

Honestamente, dudo que la cultura cinematográfica de [i]El Chapo[/i] sea lo bastante amplia como para darse el lujo de referencias tan específicas. Pero en un mundo como el nuestro, y sobre todo en un país como éste, donde las líneas entre narcotraficantes y estrellas de cine se transparentan hasta disolverse en el aire… ¿puede alguien culparme por querer imaginar que lo anterior pudo ser el mantra que se repetía a si mismo conforme se acercaba a su cita con la[i] tinseltown[/i] (“ciudad del oropel”)? De hecho, me aventuro a sugerir que la razón por la que un proyecto fílmico de su vida era importante para él sería en esencia la misma por la cual, al menos hipotéticamente, ha de serlo también para nosotros. Nunca está de más contar con otro antihéroe para redimir nuestra moribunda fe en la ley y el orden.

El retrato del delincuente organizado como forajido comparativamente redimible frente a un sistema más corrupto que él mismo, buscando subvertirlo conscientemente o no con el impulso de su ambición sin límites y la instrumentación de la violencia sin concesiones, ha logrado trascender épocas, fronteras y culturas en términos de popularidad como muy pocas narrativas hegemónicas en la meca del cine. Nada sorprendente cuando se recuerda su irresistible seducción en las salas de cine a inicios de la década de 1930; donde un norteamericano desempleado, muerto de hambre y a estas alturas desengañado de las promesas antaño postuladas por el [i]american dream[/i] tenía oportunidad de saborear unas gotas de esperanza al ser testigo de cómo Paul Muni, James Cagney, Edward G. Robinson y otros, lejos de conformarse con soñar, intervenían para hacer del sueño una realidad tangible. Aún cuando, de acuerdo a las directrices de los códigos de censura, tuvieran que acabar obligados a despertar de él con una cadena perpetua o con una lluvia de balas. Supuestos objetos de miedo y de desaprobación, los líderes del bajo mundo en la pantalla grande han cantado numerosas victorias trastocando tal función original hasta convertirla en una de empatía. Y con suerte, en una de martirologio. En la era post-[i]Breaking Bad[/i], con jefes de carteles mexicanos equiparados en ciertas regiones del país a figuras de la talla de Robin Hood o de la Pimpinela Escarlata, ¿quién se atrevería a esperar una excepción?

Poco se sabe que la obsesión por esta misma mitología ha conformado desde siempre una calle de doble sentido. Después de haber visto el retrato dramatizado que Hawks realizara de su persona en “Cara Cortada” ([i]Scarface[/i], 1932), Al Capone desarrolló tal cariño por el filme que llegó a tener entre sus posesiones una copia del mismo. Décadas más tarde, a pesar de haber hecho todo en su poder para detener la producción, la [i]cosa nostra[/i] neoyorkina no sólo terminó sintiéndose halagada por El Padrino ([i]The Godfather[/i], 1972), sino que incorporó elementos propios de la cinta de Francis Ford Coppola en su práctica cotidiana; entre ellos, la famosa frase “[i]voy a hacerle una oferta que no podrá rechazar[/i]”.

Cinéfilo y criminal operan en este juego de atracciones a la manera de dos moscas bajo el hechizo de una misma luz. El primero a la búsqueda de un tótem en el cual proyectar su flirteo con la idea de una vida en la que el crimen sí paga. El segundo, nada ignorante de la proclividad en el invento de los hermanos Lumiere a la función de las relaciones públicas, atacará la primera oportunidad que tenga disponible no para desempeñar el papel del héroe que merecemos, sino del villano que necesitamos. Ganarse toda una eternidad de infamia en lugar de quince miserables minutos de fama. [i]El Chapo[/i] vio esa luz al final del camino y su afán por llegar a ella fue lo que marcó su caída. Trágico, irónico y altamente cinematográfico; como el mejor guión que sólo él pudo haber escrito.

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