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Nalliely Hernández
Foto: Jafet Kantún
La Jornada Maya

Viernes 21 de diciembre, 2018

En los últimos meses se ha reabierto, en el contexto nacional de la cuarta transformación, un añejo debate que ha ocupado muchas discusiones durante un siglo en teoría política, filosofía o sociología. Me refiero al papel de los ciudadanos en la toma de decisiones públicas. La cancelación del Aeropuerto de la Ciudad de México como la implementación del tren maya constituyen dos ejemplos prototípicos que ponen sobre la mesa las dificultades que surgen de la tan referida por el presidente de México, democracia participativa.

Por un lado, AMLO ha emprendido, en apariencia, la tarea de promover dicha democracia participativa en la que las decisiones públicas de relevancia son consultadas por los ciudadanos y es la voluntad popular la ejecutada por el Estado en torno a estos temas. Así, ha sometido a un proceso de consulta estos casos emblemáticos, y otros asuntos menos controvertidos.

Por otro lado, muchos ciudadanos han cuestionado tales métodos. Algunos han argumentado que si ellos ya votaron por sus representantes son éstos los que tienen a su cargo la toma decisiones: ya sea porque consideran que esa es la función del Estado o porque los elementos que involucran tales decisiones son demasiado especializados para que el ciudadano común pueda ejercer una ponderación razonable y asertiva de la situación. Así, muchos ciudadanos se manifestaron incapaces de saber si el proyecto del aeropuerto en el lago de Texcoco era una opción ambiental y económicamente viable, o si el tren maya trae más beneficios que perjuicios al desarrollo nacional y regional.

Más allá del cuestionamiento sobre los métodos que se usaron para llevar a cabo estas consultas, en estas actitudes subyacen dos posturas que históricamente han sido antagónicas en torno a cómo construir una sociedad democrática. En ambos casos lo que está en juego es si el ciudadano de a pie tiene las habilidades y conocimientos para tomar decisiones sobre cuestiones públicas de enorme calado, pero también de gran complejidad técnica. Lo que se discute aquí es la posibilidad de establecer un conjunto de condiciones de distinta naturaleza para que los ciudadanos generen una discusión entre pares y pública sobre lo apropiado, lo bueno y lo justo en torno a los temas que atañen a la sociedad.

Esta posibilidad fue criticada con particular énfasis desde el siglo pasado. De hecho, muchos teóricos mostraron su desconfianza sobre la competencia racional e informada de la sociedad en su conjunto sobre los asuntos públicos que presuponía la democracia clásica. Esto puede atribuirse a varios factores, entre ellos los totalitarismos que se crearon gracias al voto popular y las Guerras Mundiales; o la aparición de las teorías psicológicas dominantes en aquellos años, como el psicoanálisis y el conductismo que apuntaban a una conducta humana dominada por el inconsciente, irracional e instintivo. Estas perspectivas señalaban que los ciudadanos no tienen fácil acceso a información fiable sobre dichos asuntos. Señalaban también que el manejo de esta información suele estar sesgado por intereses personales, o que el individuo carece de las habilidades necesarias para hacer una valoración racional, abierta y crítica, pues es susceptible a la manipulación o basa sus juicios en la propaganda. Estos señalamientos derivaron en la defensa de una democracia más bien elitista, en donde es un pequeño grupo de expertos el encargado de suministrar la “información objetiva” con la que las autoridades estatales pueden tomar decisiones adecuadas sobre estos asuntos. En suma, son los políticos profesionales y los tecnócratas los encargados de la resolución de los asuntos públicos.

[b]Intereses propios[/b]

Sin embargo, este modelo mostró su propio fracaso durante la segunda mitad del siglo XX. El filósofo John Dewey fue uno de sus grandes críticos, señalando que en la medida en que no puede haber un grupo político o científico completamente desinteresado y que tampoco hay acceso a algo como “hechos neutrales”, estas élites no garantizan la posibilidad de articular y dirigir los intereses y una voluntad general, sino los propios. Es decir, que una política burocrática y científica terminó por crear una clase superior que solamente defiende sus intereses privados en nombre del bien común. Diversos gobiernos tecnocráticos mostraron la realidad de los señalamientos de Dewey. Ello reavivó la idea de que era imprescindible articular una democracia deliberativa por parte de autores clásicos como Jürgen Habermas, en la que los ciudadanos pudieran discutir y participar sobre los asuntos públicos. Pero dicha idea requería resolver los problemas sobre la información y una deliberación adecuada por parte de los ciudadanos o, incluso, el propio desinterés por parte de estos de participar de las decisiones públicas.

AMLO pretende recuperar la idea de la democracia participativa, reiterando una y otra vez en sus declaraciones, que “el pueblo no suele equivocarse” y atribuyéndose una autoridad epistémica y política, propia del populismo. No obstante, esta actitud debe considerar y solventar los problemas antes mencionados que no son menores. Efectivamente, la decisión tanto del aeropuerto como del tren involucran un conjunto de consideraciones especializadas, como el impacto ambiental, la idealidad técnica para la infraestructura, las implicaciones económicas y culturales para las comunidades afectadas y un largo etcétera, que no son de fácil solución y deben ser consideradas para la toma de decisiones.

¿Hasta qué punto es posible hacer que los ciudadanos tengan un manejo adecuado de esta información y la ponderen para tomar decisiones adecuadas en beneficio del bien común? De acuerdo con Dewey, la democracia no es sólo una forma de gobierno, sino debe ser una forma de vida. En ella, no se trata de que un ciudadano medio informado deba convertirse en un experto en los temas de lo público, tampoco se trata de que sólo el experto pueda generar un juicio racional acerca de lo público, sino de generalizar ciertos hábitos comunicativos y de crítica para obtener y distribuir el conocimiento, generando una base social común. Como afirma Robert Westbrook, el entendimiento de lo público precede a los gobiernos porque la democracia demanda una educación más “concienzuda” que la de administradores o industriales, de ahí que el conocimiento y la ciencia deban estar unidos al pueblo y no sólo a la élite gobernante.

En definitiva, la democracia según Dewey es un proceso que debe ser cultivado en todos los ámbitos de la vida pública, y no un mero producto que se reduce a la implementación de formas contingentes y puntuales de participación. Ese sería un trabajo de fondo y a largo plazo en la sociedad mexicana. La solución que ofrece Dewey no es fácil, no está exenta de dificultades. En efecto, no está claro cómo se puede alcanzar este escenario en nuestras sociedades tan política y técnicamente sofisticadas y complejas. Sin embargo, el gobierno de México y la sociedad en su conjunto podríamos tomar en cuenta su reflexión sobre la democracia como forma de vida, más como un medio que un fin que requiere de condiciones políticas y cognitivas que habría que promover en una comunidad a mediano y largo plazo; tal vez ahí encontremos respuestas para que nuestra participación de las decisiones públicas sea debidamente discutida respecto de cada tema y no sea un ejercicio vacío que sólo proporcione una débil legitimidad de medidas previamente tomadas.

*Investigadora de la Universidad de Guadalajara.

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