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La Jornada Maya

Martes 4 de septiembre, 2018

La destrucción casi total del Museo Nacional de Brasil, en Río de Janeiro, ocurrida el domingo pasado como consecuencia de un gran incendio, es una pérdida inconmensurable para ese país, desde luego, pero también para el planeta, porque en el desastre se perdieron piezas únicas e insustituibles procedentes de muchos naciones y representativas de múltiples culturas de América, Europa, África, Asia y Medio Oriente, entre ellas muchas que se encontraban agrupadas en la mayor colección arqueológica del antiguo Egipto que existía en este hemisferio y más de 700 piezas de las civilizaciones griega, romana y etrusca. Entre los 20 millones de objetos que formaban el acervo de la institución había conjuntos de geología, paleontología, arqueología, botánica y zoología, así como una importante biblioteca científica. Se trata, pues, de un golpe devastador para el conocimiento científico de todo el mundo.

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Se desconocen aún las causas que provocaron el incendio; las primeras investigaciones apuntan a un cortocircuito o a la caída en el recinto de un pequeño globo de papel impulsado por fuego de los que son populares en América Latina. Pero las condiciones que hicieron posible el desastre fueron causadas por el mal estado del edificio –construido hace 200 años– debido a las severísimas restricciones presupuestales que sufría. Como lo señalaron varios empleados del museo, había muros agrietados y descascarados, instalaciones eléctricas al descubierto, carencia de dispositivos contra incendios, así como una vigilancia que resultó del todo insuficiente –apenas cuatro personas para una construcción de 20 mil metros cuadrados– que no fue capaz de detectar el fuego en sus momentos iniciales.

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Tal situación se remonta a 2014, año en el que el museo dejó de recibir los menos de 130 mil dólares anuales que tenía asignados para su conservación y restauración. En suma, el ahorro de medio millón de dólares derivó en una pérdida irreparable, cuyo monto, si pudiera ser cuantificado, resultaría infinitamente superior a esa cantidad. Y no puede dejar de señalarse que mientras Brasil invertía 6 mil millones de dólares en la compra de 36 aviones de combate –los Saab 39 Gripen de fabricación sueca–, su principal recinto museográfico dedicado a la ciencia acumulaba condiciones de catástrofe.

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La lección, para el gigante sudamericano y para el resto de países, incluido el nuestro, es insoslayable: la preservación y protección del patrimonio científico e histórico debiera ser un rubro presupuestal prioritario, sólo antecedido por la seguridad y el bienestar de las poblaciones. Por lo que se refiere a México, esta triste circunstancia tendría que servir para revisar las condiciones de seguridad de los museos, archivos, pinacotecas, sitios arqueológicos y monumentos históricos, de los que la nación posee en abundancia. Que la trágica pérdida del Museo Nacional de Brasil sirva al menos como una señal de alerta para todos los gobiernos.

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