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Eric Nepomuceno
Foto: Xinhua
La Jornada Maya

Viernes 29 de junio, 2018

Brasil finalmente llegó a Rusia. Tardó poco más de dos partidos, o sea, unos 215 minutos, lo que quiere decir más de tres horas. Pero la verdad es que esos 215 minutos parecieron poco más de tres siglos.

Como el país vive tiempos de profundo desánimo, con un gobierno cupolítica destroza derechos sociales y tiene un proyecto económico que lleva a la desesperación, poquísimos brasileños se mostraron entusiasmados con el Mundial de Rusia. Y la verdad es que en los dos primeros partidos, el seleccionado no contribuyó casi nada para alterar ese estado de espíritu.

Ayer fue distinto. Todo empezó alrededor de la una de la tarde de un miércoles de un invierno que más parece primavera en Río: un solecito blancuzco, que iluminaba sin dar calor, un paisaje suave y sereno, la mar tranquila en sus movimientos continuos.

Y de repente, gritos no de pánico por la violencia que asola a la ciudad, y estampidos que no vinieron de los tiroteos entre bandas de narcotraficantes y la policía que más mata en Brasil. No, no: eran gritos y cohetes de celebración por la derrota, y la consecuente eliminación de Alemania en el Mundial de Rusia.

¿Qué hicieron los pobres alemanes para merecer una celebración por su derrota? Bueno: en primer lugar, de pobres, nada. Y, segundo: ha sido la venganza por el 7 a 1 que nos impusieron en el Mundial celebrado aquí mismo, en Brasil, hace cuatro años.

Con ese ánimo –celebrando victoria ajena contra un fantasma particular– los brasileños de prepararon para el partido contra Serbia. Del futbol serbio poco saben los pocos que saben. Se recuerda, es verdad, a un serbio –Petkovic– que fue ídolo en Flamengo, el más popular equipo brasileño, hace cosa de veinte y pico de años. Era una incógnita parada en mitad del camino rumbo a la próxima etapa del Mundial. Y Brasil volvió a ser Brasil.

A propósito: a los 45 años y jubilado, Petkovic sigue viviendo en Brasil, y sigue siendo muy querido por los de Flamengo y los que son amantes del buen futbol. Ayer, antes del partido, le preguntaron si apostaría por su país natural, Serbia, o por el adoptivo, Brasil. La respuesta ha sido tan sabia como fulminante: “No importa. Igual, perderé, por uno o por otro”.

Habrá, claro, los especialistas que trazarán análisis fulminantes sobre el desempeño brasileño de ayer. Pero para la gente de mi país, lo que se vio ha sido un futbol alegre, divertido, un tanto sobreactuado en el segundo tiempo, con tanto retener la pelota y practicar un exceso de exhibicionismo que rozó el límite del antijuego, pero con jugadas primorosas. Un Neymar que dejó de sobreactuar y volvió a su oficio, que es el futbol. Un Philippe Coutinho que, discreto, es un tremendo jugador. Y con un golazo de Paulinho, y otro, menos luminoso pero eficaz, de Thiago Silva.

Menciono todos esos nombres sin acordarme de haber visto, a no ser en mundiales anteriores, a casi ninguno de los jugadores del seleccionado: la globalización del futbol-empresa disolvió la belleza del futbol-arte. Cuando Renato Augusto entró a la cancha, tuve que preguntar a mi anfitrión de dónde diablos había salido. “No sé, jugó un tiempo en el Corinthians, luego se fue creo que a India o China, y nunca supe más”, contestó.

De todas formas ha sido un buen partido, pasamos a la próxima eta- pa, y en tiempos normales Río estaría convulsionada con conmemoraciones en cada esquina.

Pasada poco más de una hora del final del partido, miro por la ventana de mi anfitrión y veo la belleza del mar de Copacabana, un horizonte más lejano de lo que debería, una espléndida Luna, toda redonda y luminosa, parecida al gol de Paulinho en el partido de ayer.

Brasil hizo un juego vistoso, Neymar volvió al futbol, Philippe Coutinho sigue soberano, hubo juego colectivo, hubo ritmo, hubo alegría en la cancha, hubo un poco de todo. Y sin embargo, lo que hay de fiesta es poco, muy poco.

Hay, repito, una Luna hermosísima, de esas que uno daría de regalo a una muchacha hermosa de Oaxaca, una luna espléndida y redonda y luminosa como el gol de Paulinho, un golpe de luz sobre el mar de Copacabana muy parecido al cabezazo de Thiago Silva en el segundo gol brasileño, hubo una intermitencia de esperanza y timidez a lo largo del partido igualito a la intermitencia de esperanza y desaliento frente al futuro de este país tan hermoso y tan cruel, tan desigual.

Pero lo que importa de verdad es que Brasil finalmente llegó a Rusia y Neymar finalmente llegó al equipo. La fiesta ha sido poca. Ojalá logremos más y más espacio a partir de ahora para festejar.

Mi pobre país anda carente de fiesta y alegría.

Yo también.

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