Graciela Ortiz
Foto: Reuters
La Jornada Maya

Mérida, Yucatán
Lunes 15 de junio, 2020

“Un sábado comencé a sentir picazón en la garganta, el domingo tuve temperatura y un terrible dolor de cabeza, entonces sin saber intuí que era COVID-19 y me aislé de mi familia.

Al miércoles siguiente me hicieron la prueba, el jueves me llamó una epidemióloga del Seguro Social para decirme que era positivo, la verdad que cuando me dieron el resultado me asusté, lo primero que pensé fue en mi familia, el miedo de haber podido contagiarlos”, cuenta Rafael, de 44 años y sobreviviente del coronavirus.

“Después me puse a pensar lo peor, porque esta enfermedad te puede llevar a la muerte, porque puedes estar bien y en un momento te empieza a faltar el aire y te llevan al hospital, te intuban y puedes ya no salir”, abunda.

“Cuando me enteré que tenía COVID-19, entré en pánico”, dice su esposa María Fernada, “mi hermana, que es enfermera, me dijo que cómo yo había estado más en contacto con él tenía también que aislarme en un cuarto, y allí me entró la desesperación porque pensé que tenía que atender a mis hijos, que qué iban a comer, que quién iba a ir a comprar. Me puse a llorar, mi mamá también se asustó, entonces le dije a mis hijos que yo cocinaría sola con el cubrebocas, mientras ellos se quedaban en su cuarto, luego les ponía la comida en la mesa y yo me iba a comer sola en otro cuarto y, así estuvimos dos semanas”.

Rafael dice que sufría de insomnio porque no podía parar de pensar qué sería de su familia si al él le pasaba algo y se asustaba mucho cuando le regresaba la calentura.

“Después de dos día la fiebre cedió, pero era intermitente, iba y venía, estaba bien durante el día y a eso de las siete de la tarde regresaba, entonces me asustaba mucho porque pensaba que si había regresado la temperatura era porque iba a empeorar”.

Rafael narra que tenía como una obsesión, estaba todo el tiempo concentrado en su respiración y controlaba su oxigenación apretándose las uñas de sus manos hasta que se volvían blancas y verificaba que volviesen inmediatamente a su color normal.

“Me daban las tres de la mañana y yo seguía despierto”, y al día siguiente llegaba el mediodía y su esposa se preocupaba porque él no había llamado para su desayuno, entonces abría despacio la puerta y veía que estaba dormido porque se había desvelado.

“Vivía con sobresaltos, de repente estaba bien y al día siguiente me decía que había tenido temperatura, entonces pensaba va en caída otra vez, y ya me daba miedo que se fuera a complicar, y me ponía a pensar qué iba a hacer si ocurría lo peor”, recuerda la esposa de Rafael.

[b]La vida después del COVID[/b]

La vida ha cambiado para la familia de Rafael, María Fernanda y sus hijos Roberto, de 18 años, y Marilú, de 12.

“Valoro mucho todo lo que mi familia hizo por mí en esta situación, porque todos colaboraron mucho, además me he vuelto más precavido, cuando voy manejando hasta me pongo gel en los altos”, señala Rafael.

Por su parte, María Fernanda, dice que “una valora más las cosas y te das cuenta que esto sí existe, en contra de la gente que dice que el COVID-19 no es cierto, y le doy gracias a Dios que nos fue bien, de que mi esposo no tuvo síntomas graves y de que el resto de la familia esté sana”.

Rafael agradece a las personas que estuvieron cerca apoyándolo, a sus familiares más cercanos y, también, a su jefe y esposa, quienes le hablaban para que se mantuviera tranquilo y le decían que todo iba a salir bien.

“Es una experiencia que te deja pensando que te puedes morir de un día para otro, que en cualquier momento puedes dejar de existir, es una experiencia cercana a la muerte, podría complicarse y quedarte ahí”, concluye.

Edición: Ana Ordaz


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