El regreso de 'Uacax kak' (El toro de fuego)

En Yucatán el tren es un actor viejo y conocido en el teatro del acontecer económico y social
Foto: Maquinista Roger Gómez Chimal

Ulises Carrillo Cabrera y Fabrizio León Diez 

La Jornada Maya 

Mérida, Yucatán 

Jueves 7 de noviembre, 2019 

 

Desde el centro del país, en medio de un valle montañoso y la ciudad en el antiguo lago, esta península podría parecer tierra virgen para ferrocarriles y terraplenes. Desde el altiplano, el Tren Maya parece algo nuevo, como si en los cielos de la región más transparente nunca se alcanzaron a divisar las bocanadas de humo de las locomotoras que recorrían buena parte del sureste. Sin embargo, aquí el tren ya existe, es parte indeleble de la crónica cotidiana, tal vez más que en la capital nacional que hoy quiere ser partera de lo ya nacido. 

 

 

El tren en Yucatán, en este estado maya, tiene hasta nombre en esa lengua milenaria; así de antigua es su presencia y de profunda la huella que ha dejado. Uacax kak –el toro de fuego– conoce cada rincón de esta tierra, y si bien es cierto que hace mucho no recorre sus veredas, su tremor no se olvida, sus antiguas casas de descanso –las estaciones– traen complicadas nostalgias y la sociedad entera sabe que su regreso, como el de Quetzalcóatl –que aquí se llama Kukulkán– es inevitable y esperado, así los modos y los tiempos sean prerrogativa de otros. En esta tierra se conocen hasta los términos correctos para hablar del Tren Maya, el tren no se construye, la vía no tiene una primera piedra. Si se quiere hablar del inicio de una obra ferroviaria hay que hablar de cuando se “clavó” el primer riel. En Yucatán el riel inicial del ferrocarril de vía ancha, que es el que se usa actualmente en México, se clavó el 1 de abril de 1875 en la Plaza de La Mejorada, sede de la primera estación de tren yucateca. La ruta original Mérida-Progreso nació con el propósito, en parte, de trasladar pasajeros; pero el objetivo dominante y el que hacía la empresa rentable era mover fibra de henequén hacia los cinco muelles que entonces existían en el puerto. 

 

 

En 1881, seis años después, la ruta Mérida-Progreso fue inaugurada. En 1886 había un nuevo ramal a Conkal. En 1890 ya se tenía servicio ferroviario a Izamal, capital de la zona henequenera. En 1897 se autorizó la vía a lo que hoy es el estado de Quintana Roo, un tramo que se quedó en proyecto, casi como augurio de los esfuerzos para que el tren yucateco llegara al mar Caribe, con más de un siglo de retraso. En 1898 el tren entró a Campeche. En 1900 el sur de Yucatán vio llegar al toro de fuego hasta Peto, una vía que parece increíble que haya sido desmantelada décadas después para recuperar el hierro y acero. En 1904 el tren alcanzó a Ticul, en 1906 a Valladolid, en 1912 los vagones pudieron traer carga de Sotuta y en 1913, en plena guerra civil de la Revolución Mexicana, el tren llegó a Tizimín y ahí se clavó el último riel de los grandes proyectos ferrocarrileros en Yucatán. De eso hace ya 106 años. No queda nadie vivo de aquella época dorada de expansión para contarnos –con la mirada brillante y llena de memorias– sobre esas epopeyas. 

Hace un siglo, Yucatán tenía básicamente mil kilómetros de ferrocarril de vía ancha, a los que se sumaban casi 3 mil vías del sistema Decauville, el sistema ferroviario inventado en Bélgica y que ahora conocemos como truck. El Mayab tenía el sistema ferroviario de mayor densidad en México, América Latina y sólo comparable con regiones metropolitanas en Inglaterra, Alemania, Francia o la costa este de Estados Unidos. Existían suficientes tramos ferroviarios para cubrir sobradamente la distancia de Mérida a Tijuana. Es decir, en una longitud de península a península, el Tren Maya ya existía. La yucateca era una sociedad sobre vías. Los ferrocarriles en tres variantes –el sistema Decauville, el inglés de vía angosta o el nuevo de vía ancha– eran el principal y mejor sistema de transporte, por encima de vehículos o carretas. En Mérida había un ferrocarril urbano que partía desde la Plaza Central hasta el barrio de Santiago, existían rutas a Santa Ana, el Rastro Público, Itzimná y el Cementerio. El tranvía también llegó y su red alcanzaba más de 25 kilómetros dentro de la ciudad. En Yucatán el tren es un actor viejo y conocido en el teatro del acontecer económico y social; un actor que ha jugado papeles protagónicos.

Yucatán y el tren tienen historias que se entretejen y sobre las que muchas cosas se pueden volver a construir mejor, con nuevos capítulos de justicia social que estuvieron ausentes cuando Uacax kak clavó sus rieles por primera vez en “uh yu ka t’ann”. 

 

Andenes y 'gulags' 

La más básica arqueología industrial revela gigantescas huellas físicas de una era ferroviaria que fue más intensa que en cualquier otra región de México. En Conkal es posible que los alumnos de la escuela primaria Marcial Cervera Buenfil se sorprendan caminando por hermosas banquetas que tienen refuerzos de acero, las más bellas del pueblo. El acero convertido en acera, en una armoniosa cacofonía urbana que da pie a escarpas bien alineadas y con desniveles perfectos. 

 

 

Los andenes de la estación de trenes de Conkal se han convertido en las banquetas de la calle 24. Una calle entera que basta observarla unos segundos para darse cuenta de que es la antigua vía del tren, ahora completamente desmantelada. La estación en ruinas ahí está, con su reglamentaria caseta de telefonista y telegrafista ahora tapiada y convertida en almacén. Un ciclista pasa en un increíble acto de malabarismo pedaleando y hablando por celular entre dos columnas en la calle, único vestigio de lo que fue la estación más estratégica para la llegada de la producción de la zona henequenera a la zona de Mérida. Ahí encontraban espacio logístico trenes de vía angosta, ancha y hasta los trucks del sistema Decauville. Si se camina alrededor de la manzana sabiendo qué buscar, aparece el tren por todas partes. En el rostro de las calles de Yucatán asoman los rieles como arrugas de otro tiempo. A unos cuantos kilómetros, entre una lavandería, un semáforo y una carretera de cuatro carriles, aparece otra casa abandonada. Es la estación de Cholul reducida a una esquina suburbana que la hace ya irreconocible. En Tixkokob la estación del tren es ahora un parque público y donde alguna vez se erigió uno de los edificios ferroviarios de madera más bellos del país, ahora hay una concha acústica para actividades públicas que deja mucho que desear en términos arquitectónicos. El tren sigue pasando y las vías existen, pero ya no hace parada en este pueblo de cocina legendaria. Uacax kak, que pasa a velocidades tope de apenas 15 kilómetros por hora, es como un espectro que bufa, pero ya no conecta con la comunidad. Hace temblar la tierra, espanta a transeúntes, su rapidez palidece ante la de los mototaxis: es un muerto que se desliza sobre fantasmagóricos rieles.

 

 

Todas las estaciones, desde este punto hasta Izamal y luego Valladolid, lucen en algún estado entre bellas ruinas, abandono total o uso precario. Parecen restos de un gran camino del imperio romano: existen porque alguna vez hubo recursos y razón para construirlas, y quienes las recuerdan funcionando añoran un dinamismo económico que les parece absurdo que se haya desvanecido. Como los viajeros y comerciantes después de la caída de Roma, en estas avenidas de acero del fenecido imperio henequenero, de vez en cuando pasa un tren, sin horario ni calendario fijo, como en un breve relato de Arreola, sólo cuando existe alguna carga que llevar entre la capital del estado y los municipios del oriente. Calzadas romanas por las que ya no pasan legiones de acero, sino uno que otro viajero extraviado. 

 

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Vivimos la época oscura del ferrocarril en Yucatán, es el medievo de las locomotoras esperando un renacimiento muchas veces prometido. Aquí no hay que convencer a nadie de las bondades del tren, lo que ha hecho falta es voluntad política para echarlo a andar. Las estaciones en esta región subsisten en espera de ser reutilizadas o en ser transformadas. La historia es distinta y definitiva. En Oxkutzcab, en el sur de Yucatán, la estación del tren, de arquitectura neomaya, es ya un centro cultural de vocación irrecuperable. Las vías fueron desmanteladas. Nada queda. En Mérida, la ciudad ya es otra. Una de las estaciones más importantes, la Mérida-Valladolid, fue demolida; en su lugar se construyó la Casa del Pueblo, ahora habitada por un partido político. Ahí nada –ni el tren– verá resurgimiento alguno. 

 

 

Quedan guardianes de esa memoria de otra era, coleccionistas especializados que acumulan pedacería de las más mundanas actividades. El maquinista Roger Gómez Chimal es uno de ellos, tal vez el mejor del Mayab. Entre sus tesoros encontramos los termos de latón que utilizaban los trabajadores de ese lejano tren para conservar el agua fresca. Tiene dos, uno de cinco y otro de 15 litros, ambos completos con su tapa, que cumplía también la función de vaso para beber. Una pared cubierta con herramientas para trenes de vía ancha y vía angosta son parte de los trofeos de las expediciones de don Roger en patios abandonados y rutas perdidas. Sin embargo, el que más intriga de sus tesoros es el “petardo de vía”, que formaba parte del equipo de abanderamiento de los ferrocarrileros. Es una pequeña envoltura de pólvora negra sujeta a un anillo de acero flexible que se colocaba justo en el área de rodamiento del tren, exactamente a un kilómetro de cualquier vagón o convoy que estuviera detenido. Si un tren se aproximaba a algún vagón en reposo encontraría muchas señales para detenerse, pero si el maquinista no las veía o –como era común– el rítmico vaivén de las ruedas y el calor infernal lo hacían caer dormido, el petardo al ser aplastado provocaría un ruido que ni el bramido del tren podía opacar. Eran tiempos antes de teléfonos celulares, radios de banda ancha y controles satelitales. Tiempos de acero y pólvora, de trenes que ayer movían henequén y, al día siguiente, ejércitos revolucionarios o pertrechos militares. 

 

 

De esa arqueología industrial y el tren como elemento estratégico en la guerra quedan también en esta península de Yucatán los restos de un ferrocarril que vio chocar a los mayas con el gobierno federal, en una campaña digna del Viejo Oeste y que fue también similar a un [i]gulag[/i] tropical. En 1905, el Ejército federal concluyó la clavada de rieles de un tren de vía angosta entre el puerto de Vigía Chico y Chan Santa Cruz, en lo que ahora es Quintana Roo. Era un tren para explotar las maderas de la región, aprovisionar tropas federales y, especialmente, culminar las campañas de pacificación –un eufemismo para decir exterminio– de los últimos rebeldes mayas de la Guerra de Castas. Se trataba de un tren Coulliet, derivado del sistema Decauville y también de fabricación belga. Ese tren de rieles de 60 centímetros de ancho vio siete años de masacres de indígenas, muchas veces con disparos desde el propio ferrocarril –al que al parecer se le instalaron armas ligeras– y el defensivo hostigamiento de la comunidad maya que destruía vías, sistemas telegráficos y puestos de abastecimiento. Un conflicto ferrocarrilero que aún espera su cronista y su narrativa épica.   Los 50 kilómetros de extensión de ese ferrocarril en el extremo peninsular, a diferencia de los rieles que se clavaron en Yucatán, siguen siendo de memoria aborrecible. Vías que incluso hicieron posible un campo de concentración al que el régimen porfirista envió presos políticos, condenados a trabajos forzados talando maderas preciosas. Quintana Roo en esos años era lo más cercano a una Siberia tropical y en sus esquinas más deshumanizadas se construyó un gulag en el que no se moría de frío, sino de fiebre y sudores selváticos. En 1912, hace 107 años, terminó la historia del tren de Vigía Chico, cuando los líderes indígenas tomaron de nuevo control de Chan Santa Cruz de las manos de un gobierno federal en retirada. La comunidad decidió destruir de manera sistemática toda infraestructura ferroviaria. Se arrancaron vías y se incendiaron vagones. Hoy sólo quedan los restos maltrechos de una locomotora quemada en el museo maya de la localidad, que ya no es el pueblo de la cruz pequeña (“Chan” Santa Cruz) y que actualmente lleva el nombre de Felipe Carrillo Puerto. Sin embargo, tal vez como ironía, la locomotora de aquel tren se exhibe cerca, cerquísima, de “la pila de los azotes”. El tren impuesto e invasor en la zona maya, el saqueador de árboles, el tren de otros, ha sido borrado sin titubeo alguno. 

 

 

Esa es una lección que la península de Yucatán también imparte como viejo territorio ferrocarrilero. 

 

Terraplenes y autonomía

Los 4 mil 50 kilómetros de tren en el Mayab –los 3 mil de trucks, los mil de las empresas ferrocarrileras y los 50 de Vigía Chico– han dejado un rastro infinito; sin embargo, ellos mismos son fuente arqueológica, primero en piedra y luego en actitudes. Los terraplenes en los que se clavaron las vías no salieron de la nada, son en muchas ocasiones terraplenes mayas, no sólo por su ubicación geográfica, sino por el origen de su material labrado y pulido. Así como los itzáes usaron las hermosas piedras de las fachadas de Uxmal para construir los pisos de sus residencias conquistadoras hace mil años; así como Hernán Cortés reutilizó las piedras del Templo Mayor para levantar la Catedral y Palacio Nacional, y tal como los hacendados desmontaron monumentos prehispánicos para edificar sus casonas, los terraplenes del primer Tren Maya repitieron esa apropiación salvaje de memoria material. Las vías son fuente inagotable de material arqueológico. Piedras planas, metates, figurillas, cerámicas abundan bajo los rieles. En más de una ocasión, con un poco de suerte, uno se encuentra con tesoros como la extrañísima figura antropomórfica de cuello alargado, rescatada en la vía Campeche-Mérida. Un fragmento milenario que nos encontramos descansando en una hermosa piedra cuadrada, cuidadosamente tallada, que también proviene de algún monumento de los antiguos mayas. Cuenta la leyenda que los ingenieros se acostumbraron tanto a desmontar y demoler vestigios para construir terraplenes que, en 1904, cuando uno de ellos llegó a la rústica estación de trabajo en Uxmal y contempló las pirámides y el cuadrángulo de Las Monjas, se puso a llorar exclamando “cuántas, pero cuántas bellas piedras para mis terraplenes”. El primer tren ya tuvo estación en Uxmal y quienes encabezaron el proyecto vieron, ante todo, material para cimentar lujosamente las vías, por lo que cabe preguntarse, ¿qué verán los nuevos ingenieros? ¿Qué dejará el nuevo tren con el que se quiere revivir a Uacax kak?

 

 

El segundo elemento arqueológico del Tren Maya no habita en piedras o monumentos, sino en una memoria y actitud colectiva que debe tomarse en cuenta, aun en la diversidad y apertura de la sociedad yucateca del presente. Por ello vale la pena transcribir desde la Enciclopedia Yucatanense –esa obra impresa tan controversial, rica y simbólica– el brindis que propuso don Manuel Dondé Cámara el 1 de abril de 1875 al iniciarse los trabajos de construcción del tren en Yucatán: ¡Si de algo tenemos que envanecernos es de que así como todo el trabajo lo tienen los hijos de Yucatán, toda la gloria por consiguiente la tendrá nuestra querida patria que no ha necesitado personas extrañas para emprender este importante trabajo; yucatecos son los capitalistas, yucateco el concesionario, yucateco el ingeniero y yucatecos todos los trabajadores; gloria a Yucatán! El Tren Maya es impensable como un esfuerzo centralizado o centralizador; es imposible como un proyecto que invada, que se plante y se clave por el voluntarismo federal. El Tren Maya que es posible es el que en Yucatán reconozca a una sociedad que tiene al ferrocarril como una impronta de su primera industrialización; una que fue increíblemente injusta en lo social, pero no por ello dejó de ser un milagro económico generador de enorme riqueza. Yucatán no es novicio en los caminos de acero, es veterano de vías y locomotoras. Un veterano ferrocarrilero privado, no sólo porque el tren original se construyó con dinero de empresarios, sino porque existió en la privacidad de ese Yucatán que no era, en su vocación independentista, parte inseparable de México. Son otros tiempos, pero ciertas premisas prevalecen. Los trenes del gobierno aquí no han llegado lejos, no han clavado vías duraderas. Probablemente el tren ya no existe como experiencia cotidiana para la mayoría de los habitantes de la región. Existen vías y estaciones, como hay en ciudades europeas acueductos iluminados y coliseos romanos ocasionalmente habilitados para obras teatrales. Lo que no debe perderse de vista es que algo más poderosos e importante sigue existiendo en Yucatán: la idea del tren. Una idea que lleva 150 años con raíces extendidas por toda esta tierra. 

 

Túneles verdes 

A 15 kilómetros por hora y con corridas “dioseras” —cada vez que Dios quiere— el tren que se aferra a existir ya no es el toro de fuego, que rompe e irrumpe. Ese toro de paso lento ya no puede ni quitar las hojas y las ramas de su vía. El tren en el Mayab circula en estrechos espacios que ha arrebatado a la vegetación. Es un tren casi abrazado por árboles y plantas, que pasa por espacios justos hasta lo milimétrico. En los tramos peninsulares da la sensación de recorrer un largo túnel hecho sólo de hojas y ramas, como si el acero, el humo y el diésel hubieran alcanzado cierta paz y equilibrio con la tierra. El tren no desgarra la tierra y la tierra le regala sombra y fauna curiosa como público sempiterno. 

 

 

Si los designios del altiplano se cumplen sin más, Uacax kak dejará de ser el toro dócil por la edad y el olvido, y de nuevo abrirá la tierra, arrancará árboles y atropellará fauna. No tiene que repetirse un micro holocausto ecológico y social. No es obligación que regrese ese tren que tiró ceibas, sometió y volvió mercancía a miles de mexicanos, mexicanos mayas, mayas mexicanos. Las vías mentales, sociales, culturales y físicas para que el tren regrese al estado que alguna vez fue su capital nacional están abiertas a su lado generoso, al que traiga oportunidades, respeto, conexión, identidad y nueva integración social. Uacax kak puede regresar con otros fuegos, el fuego justiciero, de la diversidad, de Hunab Ku; el fuego de una economía que logre el balance entre el mero crecimiento y el más integral de los desarrollos. Tal como los petardos del maquinista Gómez Chimal, el nuevo Tren Maya debe estar advertido que adelante en la vía hay muchos que lo esperan, pero que no quieren ser atropellados o entonces habrá sonoras explosiones en el camino. Mientras tanto, que no se olviden –en la ilusión distante de que el tren es algo nuevo– las experiencias de una tierra en la que el tren ya acumula miles de kilómetros recorridos. 

 

Si se hace cierta la promesa de un sureste que existirá en la prioridad nacional, es tiempo que recordemos –con humildad– que en el sureste el tren ya existe, como existe una paz social que el tren puede consolidar o trastocar. El toro de fuego regresa proféticamente al Mayab, habrá que ver si regresa como un toro que abra surcos de acero fértiles o como una bestia incontrolable que deje cicatrices con sus embestidas. La respuesta está por clavarse en tierra caliza, tierra blanca curtida de tanto fuego del Sol.

 


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