Carlos Luis Escoffié Duarte
La Jornada Maya
25 de septiembre, 2015
En Colombia, los cuerpos que no pueden ser identificados son conocidos como NN. El Río Magdalena esconde el paradero de muchas de esas víctimas del conflicto armado que aún son buscadas por sus familiares. Una gran cantidad de esos NN han llegado a Puerto Berrío, población que busca a sus propios desaparecidos. No es difícil entender por qué los habitantes de ese municipio sienten empatía por los difuntos anónimos que arrastra la corriente. Buscan a los suyos, pero han encontrado a los desaparecidos de cualquier otra población sobre el delta del río. Por eso los adoptan, los entierran, les ponen flores, veladoras e incluso los bautizan. No dejan de buscar a los suyos, pero la vida (y el río) han puesto en sus caminos a otros ausentes por quienes velar. Aquellos difuntos fueron deshumanizados por sus victimarios, pero ahora son humanizados nuevamente.
Juan Manuel Echavarría ha estudiado y difundido este fenómeno a través de un documental y una exposición fotográfica. En ambas obras concluye que en ninguna otra comunidad de la zona ha encontrado algo parecido a lo que ocurre en Puerto Berrío. Parte del éxito de su trabajo es que genera muchas dudas, entre las cuales quisiera destacar dos. La primera sería el valor de difundir una historia local de características no generalizadas en un contexto mucho más amplio de atrocidades. La segunda pregunta sería si el arte, al exponer graves violaciones a derechos humanos, no corre el riesgo de “convertir el horror en belleza”.
Los humanos somos esencialmente seres narrativos. Lejos de limitarse a una función únicamente placentera, las distintas manifestaciones narrativas construyen significados a través de los cuales tomamos decisiones sobre el mundo que nos rodea. Contextos trágicos y complejos como los que viven Colombia o México requieren de la narrativa para ser entendidos. El tamaño del monstruo puede nublar su comprensión y la manera en la que reflexionamos en torno a él. Traer historias desde lo local cumple una doble función. Le da caras y nombres a la realidad, estimulando la empatía de cercanos y ajenos. Por otro lado, da cuenta no sólo las atrocidades sino de las posibilidades de cambio y esperanza a través de los personajes del relato.
Lo anterior no significa convertir el horror en belleza, como muchos afirman. Cierto es que no es poco común escuchar que casos cruentos son calificados como “bonitos” o que se celebra la “belleza” de una obra que presenta el sufrimiento de otras personas. Pareciera, incluso, una postura cómoda e insensible. Sin embargo, esas expresiones pudieran ser producto de la satisfacción de descubrir aquello que antes era invisible. El arte le da a los testimonios una nueva dimensión por medio de la cual pueden ser alcanzados por más gente. Una vez que llegan a nosotros y logran producirnos sentimientos, las posibilidades de cambio son mayores porque nos desnudan distintos componentes del monstruo. Conocerlo nos devuelve la esperanza de que puede ser enfrentado porque nos pone a hablar y discutir sobre lo que en otro momento habría sido silencio. Pensemos, por ejemplo, en el famoso documental “Presunto culpable” que acercó a miles de mexicanos a una problemática procesal que antes parecía ser materia de interés únicamente para abogados y víctimas del desastroso sistema. Los días de guerra no pueden estar ausentes de estos ejercicios de diálogo, que en gran medida construyen los debates de agenda pública y proponen posibles caminos de transición.
@kalycho
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