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Manuel Alejandro Escoffié
La Jornada Maya

24 de septiembre, 2015

Comienzo pidiendo sincero perdón. Reconozco mi culpa. La culpa que penetra hasta mis huesos por no haber publicado estas palabras desde hace meses. Específicamente desde mayo, cuando era oportuno, cuando hubiese tenido mayor sentido; cuando en el sexto día del mismo mes se cumplieron oficialmente cien años desde que George Orson Welles abrió por primera vez los ojos. El escritor, productor, director y actor que con apenas un primer filme cambió para siempre el arte de la narración cinematográfica. La voz que convenció al mundo de haber sido invadido por Marte, llevando el poder de la radio como teatro de la mente a niveles nunca antes vistos. Considerado, junto con Alfred Hitchcock, como la mayor inspiración de diversas generaciones para decidir convertirse en directores de cine. Con semejantes credenciales, espero que esta dedicatoria sirva de penitencia.

Mi desliz quizás podría pasar desapercibido si no viviéramos en un mundo donde el mejor adjetivo que muchos parecen capaces de concederle es el de un gran cineasta; lo cual sería como decir que Leonardo DaVinci fue un sobresaliente inventor o Frank Zappa un excelente músico. Aunque el halago sea bienintencionado, las simplificaciones no hacen más que poner en evidencia una carencia de perspectiva respecto a qué es lo que hace a Welles una entidad que más bien trasciende esa misma etiqueta. De manera paradójica, tal trascendencia tiende a ser peligrosamente dada por sentado por los autoproclamados “amantes del cine”; o peor aún, obviada del todo. Para la abrumadora mayoría, pese a que es probable que haya visto [i]Ciudadano Kane[/i], su filmografía restante es objeto de respeto; mas no un conocimiento de causa. Algo muy parecido al sexo entre adolescentes: todos afirman haberlo hecho pero pocos entienden de qué están hablando.

Una forma de comenzar mi redención podría ser armando una lista de otros adjetivos más acordes a la poliédrica figura de Welles. ¿Qué tal “explorador”? Un viajero abriéndose camino en una selva virgen para él a sus veinticinco años, cuyos confines redefinió como punto de partida para un mundo nuevo en posibilidades técnicas y narrativas. ¿Por qué no “experimentador”, término que usó para referirse a sí mismo en una entrevista de 1958; llegando a declarar: “no me interesa el arte o la posteridad, sino el placer del proceso mismo”? Proceso de experimentación incansable que, si bien lo hizo dejar considerables trabajos inconclusos, no habla de una inconstancia tanto como de una pasión comparable a un niño jamás cansándose del mismo juguete, y que Welles años más tarde compararía con “decir que no debí casarme con aquella mujer, pero seguí con ella porque la quiero”. Sentimiento que, en lo concerniente a la industria hollywoodense y el reconocimiento de sus aportaciones, rara vez fue correspondido. Lo que conduce a otro termino digno de análisis, y a la vez tristemente adherido a su imagen pública: el de “paria”

¿Con cuál será más apropiado comenzar a hacerle justicia? Lo ignoro; pero cuanto antes, mejor. Una mención tardía es lamentable, pero corregible. Una omisión absoluta, por otro lado, no es nada menos que imperdonable.


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