Carlos Luis Escoffié Duarte
La Jornada Maya

9 de septiembre, 2015

¿Realmente ha sido injusta la historia con Porfirio Díaz? ¿Es justificada esta nueva ola de admiración en búsqueda de “rescatar” su imagen? Este espacio resulta insuficiente para preguntas de ese calado. Trataré de ser breve pero responsable con mis respuestas.

No son pocos los que hoy día argumentan que el porfiriato fue la etapa de mayor desarrollo económico en el país y en la cual se logró una estabilidad social y política. Con mano dura, sí, pero una estabilidad que hoy día se envidia. También, según afirman, es imposible juzgar a una persona del pasado con base en parámetros y discursos de la actualidad. Sin embargo, ambas posturas son cuestionables.

Muchos de los grandes avances de su periodo —como es el cansado ejemplo del ferrocarril— respondían a realidades inminentes en el contexto de la Segunda Revolución Industrial. En contraste, el supuesto crecimiento económico de la época vino acompañado de una profunda desigualdad social. Como sucede hoy día, las cifras relativas al comercio exterior, si bien importantes, no necesariamente vienen de la mano con una debida distribución de la riqueza. Prueba latente de ello es que el resultado de las políticas de Díaz fue una revolución popular que tuvo entre sus principales actores a campesinos, indígenas y obreros.

Tampoco es verdad que no podamos hacer juicios de valor sobre personajes del pasado. La intención no es definir si un individuo debe o no sufrir un castigo divino (tema irrelevante en el debate público), sino definir si debe ser tomado como un modelo de inspiración discursiva para una sociedad. Si van a levantarse estatuas (costumbre que personalmente cuestiono), no pueden ser en honor a una figura claramente dictatorial y represora. Es fácil hacer a un lado los crímenes cometidos cuando ya no están las víctimas para dar la cara y exponer su versión de la historia.

Es también falso que en aquella época no había ya reflexiones sobre democracia y derechos individuales. La Constitución de 1857, vigente durante la dictadura porfirista, ya reconocía la prohibición de la esclavitud y del trabajo forzoso, las libertades de prensa, de asociación, de salir y entrar libremente del país, entre otros derechos violados sistemáticamente en su gobierno. Recordemos a los periodistas asesinados, el comercio de esclavos coreanos o la política de asimilación forzada, desplazamiento y explotación contra yaquis y mayas. En suma, había un consenso internacional de que México era un socio importante y un destino de inversión, pero no un país libre.

Por último, pero no menos importante, está el discurso más allá de la estatua de Porfirio Díaz. Detrás de ella se esconde la idea predominante de que el “orden y progreso” a como dé lugar es la única forma en que México puede ser gobernado. Figuras hegemónicas como Iturbide, López de Santa Anna, Díaz o el PRI han dejado la maquiavélica visión de que existen pueblos que no nacieron para ser libres y vivir en democracia, por lo que necesitan un tirano para sobrevivir. La estatua de Díaz es un error histórico y de selección de discurso para un país que actualmente sufre de graves violaciones a derechos humanos y una hecatombe económica, gracias a una lógica similar a la porfiriana. Cuando se trata de “rescatar” al antiguo dictador también se intenta rescatar sus métodos. Más inversión, aunque haya más pobreza. Más mano dura, aunque genere víctimas y más conflicto. Entre el “mátalos en caliente” y la orden de abatir en Tlatlaya, hay una lección no aprendida.

@kalycho


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