Giovana Jaspersen
Ilustración: Chakz Armada
La Jornada Maya

28 de julio, 2015

La expresión de “patrimonio vivo” cada vez toma más fuerza en el discurso oficial y asoma en el cotidiano. La frase se asocia con festividades, bailes, música, comida, etcétera. Elementos que llenan nuestro imaginario de lo vivo del patrimonio, como sinónimo de lo festivo. ¡Como si la vida fuera sólo fiesta!

El patrimonio vive, sí; en tanto que las sociedades y los sujetos lo hacen y transforman. Incluso el olvido o el envejecimiento son efecto de su vida. Si se hace un recorrido por los cambios de concepciones y valoraciones, es claro que la vida se refleja en él.

Por ejemplo, en el barrio de Santa Rosa de una comunidad en la Mixteca oaxaqueña, la iglesia nombrada como la santa se pintó de rosa en su honor; igual las bardas que delimitan el atrio, bancas y todo lo que lo circunda. El muro testero del recinto se viste con un retablo estípite con pinturas alusivas a la santa latinoamericana. No hay falla iconográfica, los símbolos son claros: verbigracia, la representación de una niña con una rosa en lugar de cabeza. Hasta aquí, todo parece un conjunto coherente dedicado a la patrona limeña. La diferencia comienza cuando las personas dicen que “la virgen” está contenta y que por eso está “chapeteada”. Esta “virgen”, sin su ajuar de tela, muestra tallada y policromada la vestimenta de las religiosas dominicas y si se ve a detalle los “chapetes”, termómetro de su bienestar, son capas de repintes contemporáneos sobre la histórica escultura.

En México, casos como el cambio de atribución iconográfica o incluso el género de las imágenes religiosas es una constante; pues éstas verdaderamente sirven a las prácticas culturales de ciertos grupos. El tema en Yucatán es especialmente rico por sumarse las tradiciones, cosmovisiones y necesidades de la religiosidad maya actual. El uso de objetos patrimoniales no incluye sólo que las imágenes se besen y froten con plantas de ruda, sino también modificaciones más profundas.

Uno de los casos más peculiares es una comunidad del oriente del estado que tiene como patrono a Santiago Apóstol, representado en un conjunto escultórico probablemente del siglo XVIII. Cuando lo visité por primera vez, en 2012, encontré un personaje cubierto con pintura automotivo y sin mucha suerte con el aspecto logrado. Montaba un brillante caballo de color azul, y bajo éste se hallaba un personaje rendido con los brazos rotos. El animal estaba atado por sus cuatro patas sin que ello sirviera de sujeción a la base, al ver a detalle se asomaba una de sus características más distintivas: estaba castrado, sí, completamente castrado. Según cuenta la comunidad, el santo fundó el pueblo; llegó por barco en una gran caja de madera a este municipio –a 123 km de la costa. Originalmente el caballo era negro y de mal comportamiento. Escapaba por la noche; lo sabían porque encontraban el sombrero de “Santiaguito” en la plaza, hacía maldades en el monte y, por si aquello fuera poco, en sus escapes “disfrutaba” de los caballos de la comunidad. Así, la vida de Santiago no fue una fiesta, el conjunto se repintó siete veces pues el negro del caballo se relacionó con su maldad y así terminó siendo azul, le ataron las patas y se cortó de fondo la causa de sus abusos.

Este tipo de modificaciones nos han regalado también Cristos negros y morenos con gran valor simbólico, y famosas vírgenes de iguales características en el mundo, como la virgen negra de Czestochova en Polonia, o la Moreneta de Monserrat en España. En estos casos las repolicromías o los barnices obscurecidos nos muestran cómo el patrimonio vivo se modificó, llevándolo a otros niveles de significación.

Así, la imagen de santa Rosa estuvo viva y llegó a ser virgen; Santiago y su caballo, vivos, reconfiguraron su relación con la comunidad mejorando su comportamiento; y, cantidad de imágenes, vivas, desataron procesos identitarios por el cambio en el color de su piel. Esperemos gran sensibilidad y vocación de mediación para comprender este patrimonio y conservarlo, en tanto que vivo.

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