Ilustración: Chakz Armada
La Jornada Maya

De esos días recuerdo con ternura dos eventos: el ambiente de tensión social y la paranoia a causa de aquel espía. Eran tiempos electorales y serían las primeras elecciones presidenciales en las que yo podría votar. Guardaba esa ilusión juvenil de que todo saldría bien si nos comprometíamos, de que si salíamos a las calles a [i]volantear[/i] y a explicarle a las personas con buenos argumentos, las cosas podían mejorar. La historia de los fraudes era algo que había ocurrido en los ochenta y lo enseñaban lejos en los libros de historia, esos libros de terror, los más inmensos y que, ahora entiendo, sólo perfeccionan y sofistican su cualidad de horror discursivo día con día.

En esos tiempos tenía un amor, de esos amores revolucionarios con los que uno canta a Silvio Rodríguez y memoriza poemas de Neruda y Benedetti, de esos amores honestos de ímpetu casi adolescente y que se sacan de los bolsillos todas las monedas y del pecho el corazón para ponerlo sobre la mesa y contar a ver si alcanza para donar un poco a la “causa” y otro poco para una botella de vino de mediana calidad o terminará siendo otro sábado de cervezas guatemaltecas y cacahuates. Ahí sobre esa mesa se ponía todo: los pesos, las cervezas, las gotas de vino que se derramaban de las orillas de las copas, las cenizas, las cartas que nunca aprendí a jugar pero que pude, durante años, inmoralmente guardarme bajo la falda, los sueños, los libros de la biblioteca de la escuela, los volantes electorales, nuestras ingenuas propuestas personales para mejorar al país, los sentimientos, los ideales y el deseo; eso principalmente, sobre la mesa se asentaban las más bellas de las utopías y el deseo y ahí mismo también se hacía el amor de vez en vez, sólo para celebrar los acuerdos de los cuerpos idealistas e idealizados.

Éramos muy jóvenes, hacíamos el amor por lo menos tres veces al día y discutíamos al menos dos. Durante el primer año él vivía en una casa inmensa y vieja sobre la 61 cerca de la Plaza Grande. Era una casa linda y me gustaba porque siempre había lugares nuevos para ensuciar o rincones para dejarme llevar por sus manos permanentemente inquietas. Estuvimos en esa casa conviviendo alrededor de seis meses. Ahí comenzó todo el compromiso emocional, moral y amoroso para con este “fragmento de dolor que se llama México” (como le solíamos decir en ese entonces). Veíamos las noticias todos los días. Nos emocionábamos, nos indignábamos, le gritábamos a la televisión y a la radio, se nos subía la frustración a la cabeza pero cuando salíamos a la calle nos manteníamos en calma, ecuanimidad, con sonrisas tibias y razonables argumentos como respuesta a los peores insultos de los que éramos merecedores dadas nuestras creencias en esta ciudad, pequeña embarcación de tripulación virreinal que quizá algún día toque tierra y tiempo.

En cuanto a esa casa, después de esos meses ya no había mucho por descubrir. Los lugares en los que mi amorcito no me había hecho caminar desnuda frente a él, eran o muy peligrosos por la altura o estaban llenos de insectos que ya alguna vez nos habían castigado como pequeños enviados conventuales de la más sagrada de las congregaciones emeritenses. Ya ni los matábamos porque sabíamos que ésos se reproducían y se multiplicaban y quién sabe cómo si es conocido por todos que en esta ciudad nadie ni nada coge. Uno de esos grandes misterios que encierran estos terrenos del Mayab y que quizá un día, si algún milagro divino lograra hacer que todos los muros se esfumaran, podríamos comprender y de todos modos, nunca nombrar.

Entonces nos mudamos a una casa mucho más pequeña y muy cerca de Paseo de Montejo. También me gustaba por la cercanía a varios de mis lugares favoritos y porque podíamos salir las madrugadas de los martes a comer helado comprado en el Oxxo, ir al Monumento a la Patria y sentarnos el centro de la ciudad a mirar los autos pasar e inventarles historias de vida a quienes en ellos estaban, aunque por la hora y las caras, la historia de todos debía ser más o menos la misma: iban camino a su casa en medio de una vida de viscosa tranquilidad de la que había que escapar dos veces a la semana sin culpa ni pena pero con mucha discreción.

El ambiente electoral en el país no estaba para cariños. El tono político de esos meses era de absoluta agresividad. A la seguridad de que todo saldría bien se le había colado la ya característica incertidumbre, pero nosotros dos no bajábamos la guardia y redoblábamos esfuerzos; el trabajo de las redes sociales se hacía en persona -pese a que no son tiempos tan lejanos-, en las casas de nuestros amigos, en la universidad, en las borracheras, investigando y leyendo mucho, escuchando a nuestros padres y a los amigos de nuestros padres que ya eran los nuestros. La mirada de ellos era diferente, comprometida pero diferente. En esos días no la comprendía y hasta me enojaba. Ahora la entiendo perfectamente y me entristece. Recuerdo que durante esa época nos sentábamos los viernes frente a la mesa de siempre, aunque en una casa diferente, y después de cierta hora, ciertas canciones, discursos y enchinadas de piel con videos y grabaciones de Allende, cuadros personales de propuestas, cuestionamientos honestos a la forma política -nunca al fondo, ése permanecía intacto-, sonrisas, organización, besos y varios tragos de cerveza, nos mirábamos a los ojos un rato y alguno preguntaba -¿crees que lo logremos?-, el otro debía responder con un poder tan increíble de honesto como de persuasivo -Claro que sí, confiemos en la razón-. Quien preguntaba una semana, era el que respondía la siguiente aquel cuestionamiento que ahora me parece de tremenda ternura epistemológica.

Pasaban las semanas en ese ajetreo, llegó junio y hacía calor, no teníamos aire acondicionado y eso nos obligaba a estar desnudos la mayor parte del tiempo en la casa de Paseo de Montejo. Amanecíamos en la cama desnudos, regresábamos de nuestras actividades y nos desvestíamos a la brevedad inmediatamente después de cruzar la puerta, - Oye loca, debes esperar a que cierre la puerta antes de quitarte la blusa-, me decía siempre y después me desnudaba completa y me hacía el amor ahí mismo, casi religiosamente a las 14:00 y no cerraba la puerta. Después almorzábamos desnudos, dormíamos la siesta, nos bañábamos y esperábamos la noche viendo alguna cosa en la computadora o leyendo, pero siempre a contacto de piel; vivíamos ambos en un estado de permanente excitación y erotismo en plena satisfacción, incluso en la calle, cuando me acercaba a la casa iba pensando en lo que faltaba y de pronto me aflojaba un botón o un poquito el cierre sólo para ayudarle ligeramente a mi amor. La cama se convirtió en todo menos en un lugar para dormir, nos pusimos más ojerosos y flacos, sexualizamos todos los objetos de la casa -y en varias ocasiones también los de la calle-, el cuarto y las paredes se nos hicieron breves, el calor nos obligaba a abrir siempre puertas y ventanas. No fueron pocas las veces que el señor de la renta, el del gas o el del agua, entraron y nos encontraron a media faena y es que a esas alturas, él merecía por mucho ser sacado en hombros con muchos pañuelos blancos en petición de lo justo merecido.

Una mañana fui a la biblioteca por unos libros para la tesis, la cual estaba más que abandonada por todo el ajetreo electoral. Camino a la casa pensaba que era probable, muy posible que en las elecciones nos rompieran el corazón y las esperanzas, pero esas inmoralidades no las podía hablar con mi amor y me las guardaba muy bien para mí. Llegué con los libros y al entrar me encontré una hoja bajo la puerta, pensé que era una nota de las que nuestros amigos solían dejarnos, del tipo “Vine a buscar mi guitarra, regreso en la noche”, “Pasaba a saludar pero no los encontré”, “Pensé que había ensayo hoy”. No la abrí y me fui directo al cuarto a leer. Una hora después llegaba él, escuché abrirse la puerta, asentar las llaves en la mesa y de inmediato un estruendoso -¡Qué chingados es esta madre!-. De sobra conocía ese tono, me paré de golpe y fui:
- ¿Qué pasa?
- ¿Qué es esto?
- A ver… No mames, ¿qué es esto?, ¿somos nosotros?, ¿tú lo hiciste?, ¿quién hizo esto?
- Obviamente no fui yo. No tengo idea de quién fue.
- Soy yo, mira mi pelo, es la trenza que me hice anoche, es la posición de anoche.
- Sin duda somos nosotros, anoche, al final, justo cuando nos veníamos, antes de dormir. ¿Quién carajos hizo esto?, alguien nos está espiando. Es el cuarto, la lámpara, los platos de la cena en el piso...
- Imposible, en las noches cerramos todo, incluso las ventanas… no tiene sentido.
- Lo sé.

Nos quedamos como una hora intentando descifrar aquel dibujo y todas las posibilidades de su existencia y no dábamos con nada. El dibujo estaba hecho en una hoja de cuaderno Scribe a cuadros y a pluma azul. No había nada de artístico ni profesional en los materiales, pero los trazos, la estética, la proyección de esa imagen era de tal potencia sexual y amorosa que sin poder explicar cómo, rayaba en los límites de lo tierno y lo grotesco. La claridad de los trazos, de los pliegues y las sombras, de las expresiones faciales, de la naturalidad con la que presentaba la cadencia de los movimientos, la exactitud en tamaños y proporciones era invaluable; me horrorizaba, me excitaba y me halagaba al mismo tiempo. Quien hizo eso tendría que haber estado ahí esa noche, muy pegado a nosotros para haber podido notar tantos detalles, llenarse de los fluidos, las texturas y aromas para así, en un trazo de pluma de dos pesos y una hoja del más corriente papel, poder representar tanto.

Nos dormimos sin hacer el amor esa noche pero cerramos todo con llave y candados, como nunca antes. Desde ese día nos despertábamos para hacer nuestras actividades cotidianas, a mí me daba miedo estar desnuda, especialmente cuando estaba sola y entonces andaba siempre con un vestido muy breve y ligero o en ropa interior pero siempre con algo encima. Él no decía nada pero cada vez que comenzábamos a hacer el amor en alguna parte de la casa, no pasaban ni dos minutos y muy cariñosamente me tomaba de la mano y me llevaba al cuarto, cerraba la puerta y continuábamos, yo muy pendiente de la ventana, que aunque estuviera cerrada, a ciertas horas del día podía mirarse hacia adentro. Él compró cortinas, yo encontré muy cómodo el sexo en la regadera y en esos espacios, pasaron los días.

Llegó el 2 de julio, esa mañana estábamos entusiasmados y nerviosos a la vez pero para el día siguiente ya teníamos el corazón roto y las cortinas puestas. Nos estábamos volviendo locos de tanta incertidumbre. en cuanto al sexo, por alguna razón me daba por ser más silenciosa en la cama, como si no quisiera despertar a nuestro espía, hacer escándalo, levantar a los fantasmas, provocar los castigos. Él pensaba constantemente en los lugares estratégicos desde donde nadie podría vernos pese a todos los intentos posibles y así, al paso de los días y las semanas, nuestras energías eróticas se iban enfocando a generar estrategias para no ser acechados y retratados por nuestro espía fantasma.

Se acabó julio y el tiempo pasó violentamente. En octubre de ese año soplaba ya mucho el viento y se sentía un olor a invierno tropical. Para mí era una sensación agradable que quise una tarde compartir con amigos en la casa. Entre los varios temas de plática surgió el tema inevitable:

- Oigan, ¿y qué pasó con ese tema del dibujo porno que los estaba enloqueciendo? ¿Averiguaron algo?
- No, nunca supimos nada. Ella dice que cree que es un vecino.
- “Ella dice que cree...”. Me choca que te creas el narrador omnisciente de mi vida… Pero sí, Jorge, la neta yo sí creo que fue uno de los vecinos y no sé cómo fregados logró espiarnos esa noche y nos quiso hacer esa bromita que nos reventó la cabeza por un buen rato.
- Es que está cañón. Ahora, para serles honesto a los dos, lo que yo no entiendo es su alboroto. Ustedes dos siempre fueron medio exhibicionistas, tampoco es como que les importara que los mirara la gente, era incluso una provocación y la neta, hasta me late que era parte de su juego. Entonces, ¿de dónde vino su drama?
- Sí cabrón, eso es cierto, pero ahí siempre éramos nosotros los que poníamos las reglas del juego. Luego, ver ese dibujo fue como sentir que estaba en un juego ajeno, cuyas reglas desconocía y que…
- No, no, ésa no era mi bronca. ¿Neta? ¿Eso te preocupaba a ti?, bendito pragmatismo [i]egolatroide[/i] el tuyo.
- Eres buenísima inventando palabras para ofenderme. Seguro tus preocupaciones eran más existencialistas. Más [i]existencialoides[/i], ¿no?, tan chingona la niña, tan pendejo yo, como siempre, ¿no?

Bebimos, bailamos, hablamos, bebimos más, se fueron los amigos, quedamos él y yo solos, bebiendo, mirándonos mucho, hablándonos poco pero diciéndonos en exceso:

- Oye “Flaco”
- Dime
- ¿Y sí crees que lo logremos?

Hubo silencio, muchos minutos que no se hicieron largos sino necesarios y luego la respuesta:

- Hay que mudarnos. Hay que cambiarnos de casa, cambiarnos de...
- No, así no se arreglan las cosas. Hay que componer y luego mudar. Las cosas no se dejan a medias.
- Esto es una mierda, ya no tiene solución, vamos a enloquecer los dos y tú ya estás medio loca.
- Yo no me voy a ninguna parte.
- Es tu decisión.
- Eres un lindo concepto. Tomas algo que está podrido, te obsesionas por componerlo, haces lo mínimo por comprenderlo y por supuesto que no lo logras, luego lo sexualizas hasta volverlo un fetiche, te das cuenta que es difícil cogértelo por las buenas, entonces lo revientas y te vas, corriendo y huyendo cual violador cobarde. Eso te ha dado por hacer con tus ideas y tus anhelos, a eso te reduces ahora, te volviste el violador de tus propias fantasías, así que sí, haces bien. Vete ya.

Esa noche nos emborrachamos pero no nos molestamos más con nada, preferimos jugar a los silencios. A los dos meses, la casa ya estaba vacía de sus cosas y las mías porque el casero decidió sacarnos a los dos para venderla y en ese momento yo me fui a una casa diferente y él tomó sus cosas camino a otra ciudad, en otro país. Hace poco pasé por ahí, por la casa de Paseo de Montejo y es que sigo pensando que es el vecino el que dibuja muy bien. Nunca le preguntamos, nunca se habló más del tema. Lo único que sé es que quizá nos faltó dar un poco más de batalla y desnudarnos más, gritar más, erotizar, provocar para esperar la siguiente entrega gráfica bajo la puerta y así descubrir a nuestro espectador fantasma y quizá hubiéramos vivido más libres y más tranquilos aunque hubiera sido ese breve tiempo antes de que llegara el casero a sacarnos y nosotros nos hubiéramos separado en aquella esquina con una sonrisa digna y no con el resentimiento y vergüenza de las muecas que nos hicimos para decir adiós.

* Nació en Mérida, Yucatán, el 6 de diciembre de 1984. Egresó de la licenciatura en literatura latinoamericana en la Facultad de Antropología de la UADY en 2008. Ha colaborado como correctora de estilo en proyectos de rescate de historia y tradición oral de Yucatán, tales como Voces centenarias y Una historia a pie: Mérida y sus rumbos. Actualmente se desempeña como docente de lectura y redacción en la preparatoria del Centro Educativo Piaget.


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