Fernando del Moral
La Jornada Maya

Ciudad
Jueves 2 de enero, 2017

Esta es la historia de un hombre de los que hacen mucha falta en el México de estos tiempos difíciles.

Se trata de un visionario, que en su responsabilidad de servidor público tuvo la virtud política de convocar voluntades y coordinar esfuerzos para responder, cuando hubo que hacerlo, a las necesidades populares que lo requerían en un momento decisivo para la historia del país, a mediados del siglo XX.

Un hombre sin el cual no existirían los centros de población que se crearon en el sur de Campeche, que darían origen al municipio de Candelaria, junto al río que le ha dado su nombre. Un lugar donde la cultura tradicional es todavía valorada por sus raíces antiguas y universales.

Francisco López Serrano, fue su nombre. Originario de Coahuila (Monclova, 1912), su trayectoria se forjó en una época ya lejana, en las décadas de los años veinte y treinta del siglo pasado, en el México que se reconstruye tras los años de confrontación revolucionaria. Su vida fue el ejemplo de un esfuerzo personal por superarse a través de la educación y el trabajo, dos líneas que le irían mostrando una ruta a seguir en el fructífero camino de su existencia, y se formó como abogado en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Al valorar la semilla del progreso que él trajo a Campeche, como sembrador de futuro, convencido de que ese progreso es posible a través del esfuerzo creativo que trae como resultado la suma de voluntades humanas, así como el trabajo fecundo y honesto de quienes transformaron la tierra para hacerla producir en beneficio de todos, fue posible creer en ese futuro. Porque Candelaria no fue obra de un solo hombre, sino de muchos hombres y mujeres.

Esa obra la hicieron los brazos y las manos de las quinientas familias que llegaron en enero de 1964 al sur de Campeche por iniciativa de López Serrano, en su desempeño como secretario general de Colonización y Terrenos Nacionales, del entonces Departamento de Asuntos Agrarios y Colonización del gobierno federal. Fue una movilización sin precedente en un viaje de aproximadamente tres mil kilómetros para salvarlos del hambre, la falta de trabajo y la sequía, en los áridos parajes de la región centro-norte de México en los estados de Coahuila y Durango, principalmente, hacia una nueva vida en la tierra fértil regada por el río Candelaria.

Al hacer una evocación de toda esa experiencia, tenemos una historia que bien merece revalorarse como una epopeya campechana, si como tal se define una acción de importancia histórica realizada con gran esfuerzo y dificultades. Ni más ni menos.

Para esas familias campesinas que nada tenían, porque hasta la esperanza habían perdido, llegar a la selva de Campeche fue un renacimiento. Nada fácil, por supuesto, pues había todo por hacer y mucho trabajo duro por delante. Para quienes sufrían en el norte de escasez hasta para beber el indispensable líquido diario, lo más impactante fue encontrarse con el agua en abundancia. Y como donde hay agua hay vida, empezaron a recuperar la esperanza.

Candelaria puso a prueba a la gran mayoría de quienes demostraron que podían forjarse un destino en ella, con excepción de la minoría que optó por no afrontar el reto del esforzado trabajo y prefirieron desertar e irse. La mayoría formó centros de población que se extendieron a lo largo del río, hasta unos pocos kilómetros de la frontera con Guatemala, donde se halla Nueva Coahuila. No pasó mucho tiempo para que trascendiera todo el movimiento productivo que se empezó a dar alrededor de Candelaria, para la llegada de nuevos pobladores y, naturalmente, gente emprendedora que buscaba progresar.

Quienes llegaron afianzaron su iniciativa con la esperanza y con la fe, con la constancia y con la unión, todas ellas necesarias para cumplir la meta que se habían fijado: contar con un nuevo hogar para sus familias, tierra para trabajar y un patrimonio propio.

Como el éxito de los proyectos de beneficio social que son puestos en manos trabajadoras por una determinada administración pública que llega a su término en un sexenio, puede ser descalificado arbitrariamente por la que lo sucede en el siguiente, así ocurrió con el proceso de colonización de Candelaria y otros proyectos más, con el retiro de apoyos oficiales, paralelamente a los intentos gubernamentales para tratar de desprestigiar a Francisco López Serrano, durante el régimen del presidente Gustavo Díaz Ordaz, a partir de 1965.

Los candelarenses no se arredraron, ni López Serrano se amedrentó. El tiempo les dio la razón en la actitud que mantuvieron los colonos y sus familias para progresar, así como la del ex funcionario íntegro que siempre ha sido bien recordado por quienes, gracias a su iniciativa, pudieron rehacer sus vidas, formar una comunidad y tuvieron la oportunidad de darles un porvenir a sus hijos. Por ello, en Candelaria López Serrano tiene una estatua a la que le da el sol y es recordado con agradecimiento, en tanto Díaz Ordaz ninguna tiene en México y su figura se oscurece cada vez más con el paso del tiempo.

En los años finales de su vida Francisco López Serrano fue a Candelaria a despedirse y recibió el reconocimiento campechano a su obra, que con inspiración bíblica retrató un colono veterano, cuando se refirió personalmente a él para afirmar, conmovido: “Él fue nuestro Moisés que nos guió a la tierra prometida”.

El hombre que sembró el futuro cuenta su historia como una casa con las puertas abiertas para que en ella entren quienes quieran conocerla: veinte años después del inicio de la colonización de Candelaria publicó su libro Del desierto a la selva (Diana,1984) y sus memorias se dieron a conocer, póstumamente, en un libro que tituló, muy expresivamente, Viaje por un largo y azaroso camino (Patricia López Ramos, 2007), en el cual nos lleva por todos aquellos pasajes de su vida que resultaron significativos para ser contados. En ellos la historia de Candelaria tiene su razón de ser y, como todas las historias interesantes, es punto de partida para otras visiones a compartir entre nosotros.


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