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José Díaz Cervera
07/11/2024 | Mérida, Yucatán
Proyectar e instrumentar un taller para formar letristas de canciones fue para mí uno de los retos más importantes de mi vida profesional.
He sido un trabajador de la educación y la cultura; me gusta entender el mundo, aunque soy de lento aprendizaje. A los 28 años, decidí intentar con seriedad desarrollarme como poeta y poco a poco lo he ido logrando, a partir de la praxis de mi oficio, es decir, de la práctica consciente de todas las circunstancias y complejidades que supone acuñar un verso y leer un poema.
En mi camino se cruzaron personas maravillosas que, sin saberlo, fertilizaban mis afanes. En ese trayecto comprendí que un verso es uno de los productos más complejos que haya generado la inteligencia humana, por lo que entendí que ser poeta es un oficio lleno de vericuetos, de mañas, saberes y artificios, perfectamente homologable al de una cocinera, un carpintero o un arquitecto.
Con esas herramientas pude cruzar un umbral crítico y así descubrí que el pre-requisito fundamental para escribir un poema es arrojar a la basura esa especie de entelequia a la que llamamos “inspiración”. Ese descubrimiento fue relevante porque me permitió superar el obstáculo arduo que todo aquel que desea ser poeta tiene que superar.
Con esta perspectiva, el reto de desarrollar un oficio literario para letristas me parecía seductor, aunque también muy riesgoso, pues el proceso implicaba poner en tela de juicio todos los equívocos que supone el acto de escribir, más allá de que el proyecto estaba dirigido a trovadores y ello implicaba tomar en cuenta ciertas coordenadas socio-culturales que permitieran el éxito de la propuesta.
Para mí, el proceso de formación de un escritor tiene un cimiento en el dominio cabal de la gramática (siempre digo que no hay buen escritor con mala gramática) y se construye en tres columnas: una sólida cultura literaria (lo que implica el desarrollo del hábito de leer), el conocimiento de las técnicas y recursos expresivos en que se sustentan los diferentes géneros literarios (que, en el caso de la poesía y la letrística, se fundamentan en la técnica de versificación) y el desarrollo de metodologías de corrección de textos (algo que va directamente en contra del prurito de la inspiración).
Había entonces que “amoldar” estos factores para que tengan utilidad entre agentes culturales que producen bienes vinculados con el arte popular. Había que poner un conjunto de saberes que emanan de la retórica, de la semiótica, de la poética y de la estética, al servicio de una causa que los necesitaba. Estamos lejos aún de la cosecha, pero se están gestando cosas interesantes (el hecho de saber que algunos trovadores están estudiando gramática o de que hacen sus versos con una técnica mucho más cuidada, permite abrigar la esperanza de que comenzamos a salir de una situación crítica).
Como quiera, hay que asumir que no es a través de un taller de letrística que la trova yucateca recuperará la energía necesaria para ponerse a tono con su tiempo. Lo que se necesita es un cambio absoluto de perspectiva, algo que tiene que venir en buena medida de los propios trovadores.
Podemos, sin embargo, adelantar algunos tópicos, pues alrededor de la trova yucateca (y de la apreciación general de la canción de consumo) se han generado muchas afirmaciones que constituyen los lugares comunes de un monólogo que ha petrificado de mala manera nuestra perspectiva de esa manifestación cultural, generando mafias, sectarismos, vacas sagradas y vacas profanas que sólo dan leche rancia.
Dejo, entonces, en el aire algunos tópicos: ¿es sostenible la afirmación de que la canción yucateca tiene una alta calidad porque sus letras fueron hechas por poetas?; ¿qué tan yucateca es la “canción yucateca”, cuando su centro de gravedad se ubica en Mérida?; ¿no sería necesario esbozar algunas líneas generales para una “sociología de la trova yucateca” a través de la cual pudiéramos entender algunos aspectos más precisos de este fenómeno cultural y abrir así los caminos que nos saquen del estancamiento?; ¿qué estrategias de recepción se debieran instrumentar para formar nuevos receptores?
Dejo aquí algunas inquietudes. Los filósofos vivimos de hacernos preguntas y los poetas, de ofrecer respuestas impertinentes.
Yo soy filósofo.
Yo soy poeta.
Por aquí nos encontraremos en las próximas entregas.
Edición: Estefanía Cardeña