Entregan presea John Reed al periodista Luis Hernández Navarro

El coordinador de opinión de 'La Jornada' dedicó el premio a Miroslava Breach y Javier Valdez
Foto: La Jornada

Con información de Saúl Maldonado, La Jornada

Los periodistas Luis Hernández Navarro y Sabina Berman Goldberg recibieron este jueves la presea John Reed y se suman a quienes han sido galardonados con este premio, como Julio Scherer García, Elena Poniatowska, Julio Hernández, entre otros.

Hernández Navarro, escritor y coordinador de opinión del diario La Jornada, dijo que este reconocimiento se lo dedica a sus colegas jornaleros Miroslava Breach y Javier Valdez, quienes fueron asesinados por su trabajo periodístico, el 23 de marzo y 15 de mayo de 2017, respectivamente; a la par exigió terminar con la impunidad de estos y tantos crímenes de comunicadores perpetrados en el país.

 

Foto: La Jornada

 

Al recibir el reconocimiento, el autor del libro La pintura en la pared. Una ventana a las escuelas normales y a los normalistas rurales fue enfático al señalar que el ser periodista, con los riesgos que implica y que es una labor que genera adicción, es el mejor oficio del mundo. 

A continuación su discurso completo: 

     Quiero agradecer al Proyecto Cultural Revueltas y a la Fundación John Reed el que me hayan otorgado la presea John Reed a la trayectoria periodística. Es un reconocimiento que me enorgullece y me compromete, aún más, con mi labor.

     Aunque nunca los haya conocido personalmente, José Revueltas y John Reed fueron y sigue siendo mis maestros. Su obra, su vida y la misión que se dieron a sí mismos son un ejemplo a seguir. De ellos aprendí que la buena escritura y el compromiso con un mundo mejor, necesariamente socialista, no están reñidos.

     Quiero dedicar este reconocimiento a mis colegas Miroslava Breach y Javier Valdez, extraordinarios reporteros, los dos norteños y los dos arteramente asesinados por su trabajo periodístico.

     El periodismo, a pesar de sus riesgos y de que es una actividad que genera adicción, es, ya lo decía Gabriel García Márquez, el mejor oficio del mundo. Lo supe desde los años setenta, cuando campechaneaba las entrevistas a la Cobra Muñante en la revista Deporte color con los reportajes y artículos del periódico Trabajadores en lucha. En las últimas tres décadas, he podido ejercerlo de tiempo completo gracias a la generosidad de La Jornada, mi casa editorial, y de su directora Carmen Lira.

     Henning Mankel, el extraordinario literato sueco solidario con la causa palestina hasta el último soplo de vida, explicó en La falsa pista, que hay dos tipos de escritores (periodistas). Uno es el que cava la tierra en busca de la verdad. Está abajo en el hoyo echando la tierra hacia arriba. Pero encima de él hay otro hombre devolviendo la tierra abajo. Él también es periodista. Entre ambos siempre hay un duelo. La lucha de fuerza del tercer poder por el dominio que nunca acaba. Tienes periodistas que quieren informar y descubrir. Tienes otros que ejecutan los recados del poder. Para mí, ser periodista es, aunque le incomode al poder, estar escarbando la tierra en busca de la verdad; es ver y contar el mundo desde abajo y a la izquierda.

     Acción escrita, lo llamó ese gigante latinoamericano llamado José Carlos Mariategui. Un trabajo que, según él, no sólo debe dar la oportunidad de poder reconstruir la vida de nuestro tiempo, sino la de transformarla para construir la del futuro. 

      Para hacerla bien, es necesario captar el sentido de los acontecimientos donde otros solo encuentran hechos e identificar mensajes donde algunos no ven más que cosas.

     Ser periodista implica aprender a escuchar la voz profunda del país, y mantenerse lejos del apetito del dinero y del poder. Es estar a la par del tiempo en que se vive. Decía Albert Camus que no se puede dejar su ejercicio a bufones, mercaderes de papel o a propietarios preocupados por el beneficio.

     Eso fue lo que hizo John Reed. Curiosa ironía la suya. Sus restos descansan en la Plaza Roja de Moscú, al pie de las murallas del Kremlin. Sobre su nicho hay una piedra de granito sin pulir en la que se inscribió: “John Reed. Delegado de la Tercera Internacional. 1920”. Sin embargo, en Portland, Oregon, su tierra natal, apenas hay una placa en una banca en la que se menciona que escribió Ten Days y nació en esa ciudad. No mucho más. 

 

Foto: akal.com

 

     Soldado de la revolución proletaria, alma libre, Juanito puede ser transplantado y renacer donde a sus camaradas les de la gana. Por eso, es tan importante que en tierras villistas exista una Fundación y una presea que lleva su nombre, manteniendo vivas su memoria y obra. Ello, a pesar de que su libro México Insurgente, publicado en inglés en 1914, fue durante décadas una obra casi desconocida para el público de habla hispana. Es hasta 1954, 40 años después, que vio la luz por primera ocasión en español.

     Se trata de un libro que llegó a México, no hay que olvidarlo, sin apoyo oficial alguno, poco después de que Martín Luis Guzmán escribiera su Memorias de Pancho Villa y, que se impuso como un clásico entre lectores de todas las edades, y en materia prima para una extraordinaria película de Paul Leduc, rodada en 1970.

    Alfredo Varela, su prologuista de la edición argentina de la obra, escribió: “Extraña es la suerte que corren algunos libros. Causas diversas —ajenas al interés o al desinterés del público— los eliminan de la circulación y los archivan, condenándolos a un olvido injusto. Pero finalmente sus propios valores vuelven a sacarlos a flote, a darles la popularidad y la difusión que les correspondía. Es lo que ocurre con México insurgente… Se trató de silenciarlo, pero fue inútil. Y la voz insobornable de John Reed se levanta vigorosa sobre la confusión interesada y el olvido deliberado”.    

     A pesar de que ha transcurrido más de un siglo desde que, en 1914, se publicó por primera ocasión, y de que, desde esa fecha se han escrito extraordinarios relatos históricos sobre Francisco Villa, la crónica del Mister sigue siendo uno de los grandes clásicos sobre la Revolución mexicana. Su lectura es obligatoria para todos aquellos que quieran adentrarse en esa etapa de la historia de México.

 

 

     ¿Qué hace de este trabajo “periodístico” un libro que ha traspasado la prueba del tiempo? ¿Por qué sigue siendo leído por las nuevas generaciones? ¿Qué es lo que lo convierte en un escrito actual a pesar de la muerte de la Revolución mexicana?

     Por principio de cuentas, México insurgente es, sin exageración, literatura en forma de crónica. Sus recursos narrativos, la calidad de su prosa, lo hacen merecedor a que, sin ningún regateo, se le considere arte. Walter Lippmann, uno de los hombres de prensa e intelectuales estadunidenses más relevantes del siglo XX, consideró a los artículos que integran el libro como “el mejor periodismo que se haya hecho nunca…”   

     Su capacidad de comunicar es notable. Según Lippman “El público se percató de que podía vivir lo que John Reed vio, tocó y sintió. La variedad de sus impresiones y el color y fuentes de sus escritos parecían interminables. Los artículos que mandó de la frontera mexicana eran tan apasionados como el desierto mexicano y la revolución villista... Comenzó a atrapar a sus lectores, sumergiéndolos en oleadas de un panorama maravilloso de tierra y cielo”.

     No exageraba. México insurgente es un trabajo vivo, directo, alejado del artificio innecesario, lleno de imágenes, rebosante de pequeñas grandes historias. Es un relato completo sobre un ejército campesino, sus mandos y su revolución. Una narración de un periodista que llega a México a aprender en lugar de dar clases. Leerlo es, simultáneamente, una fuente de placer y un vehículo excepcional de conocimiento de la gesta de la gleba. 

     Su actualidad proviene, también, como la demuestran las luchas en estas tierras, de la sobrevivencia del villismo en el imaginario popular mexicano y de la disputa por su legado. En todo el norte del país se cuentan por centenares las organizaciones sociales que llevan por nombre del Centauro del Norte y por miles los activistas que se identifican con la División del Norte. A pesar de la recurrente campaña para presentar a Doroteo Arango como un mero forajido, muchos ciudadanos consideran a Villa como un líder revolucionario al que hay que reivindicar, un personaje apasionante digno de culto laico. México insurgente ha servido para alimentar esa memoria y construir el mito.

     La vida de John Reed parece sacada de una novela de aventuras. No en balde Hollywood, esa formidable fábrica de mentiras e ilusiones, produjo con su biografía, en 1981, la película Rojos

     En la trayectoria del periodista y revolucionario se mezclan todos los elementos de una trama apasionada: compromiso épico con la lucha obrera y el comunismo; presencia directa en grandes momentos de la humanidad (huelgas en Estados Unidos, la Revolución mexicana y la rusa, la construcción de la III Internacional), práctica de la libertad amorosa ajena a cualquier mojigatería, vocación artística plena. 

     Incluso su muerte encaja en el gran relato de su existencia. Embarcado en una febril actividad revolucionaria en plena alborada bolchevique, enfermo de tifus, falleció en Moscú a punto de cumplir 33 años de edad. Allí fue enterrado como el héroe que fue. 

      En México, el corresponsal estableció una relación entrañable con Francisco Villa, varios de sus generales y sus tropas, al tiempo que se zambullió de lleno en la aventura de contar la revolución a los lectores estadunidenses. Al centauro del Norte le regaló una silla de montar, un rifle con una placa dorada, y un silenciador Maxim. 

    La simpatía entre villistas y reportero era mutua. Como eco de aquellos encuentros, afectos y aprendizaje mutuo, Eduardo Galeano recreó en 1923. Campos de Durango. Pancho Villa lee “Las mil y una noches”, el momento en el que el Centauro del Norte se enteró del fallecimiento de John Reed.     

- Así que murió Juanito.

Y repite:

- Así que murió Juanito.

Y calla. Y mirando lejos, dice:

- Yo nunca había escuchado la palabra socialismo. Él me explicó.

Y en seguida se alza y abriendo los brazos increpa a los mudos guitarreros:

  • ¿Y la música? ¿Qué hay de la música? ¡Ándale!

     Reed explicó sobre su libro Diez días que conmovieron al mundo, “En la contienda mis simpatías no fueron neutrales. Pero al relatar la historia de aquellos grandes días, me he esforzado por observar los acontecimientos con ojo de concienzudo analista, interesado en conocer la verdad”.

    A diferencia de su crónica de la Revolución bolchevique, México insurgente no es una libro de periodismo objetivo. Es un testimonio de periodismo comprometido, que ofreció una versión radicalmente diferente a la propalada en los medios comerciales estadunidenses, sobre la Revolución mexicana y Francisco Villa. Se trató de un relato al servicio de la insurgencia campesina, pero no por ello falaz. 

      Como recordó en su momento el gran Howard Zinn, a Jack y a sus amigos nunca se les perdonó que se avocaran a favor de la libertad sexual en un país dominado por la rectitud cristiana, que se opusieran a la militarización en una época de patriotería guerrerista, que defendieran el socialismo cuando el mundo de los negocios y el gobierno se dedicaban a apalear y asesinar huelguistas o que aplaudieran la que, para ellos, era la primera revolución proletaria de la historia. 
    Pero lo peor fue que se negaron a ser meros escritores e intelectuales de esos que atacan al sistema con palabras; en vez de eso, se unieron a piquetes, se amaron con libertad, desafiaron a los comités del gobierno, fueron a la cárcel. Se mostraron partidarios de la revolución en sus acciones y en su arte, al mismo tiempo que ignoraban las sempiternas advertencias que los voyeurs de los movimientos sociales de cualquier generación han lanzado siempre contra el compromiso político. 
     El establishment nunca le perdonó que se negase a separar arte de insurgencia, que no sólo fuese rebelde en su prosa, sino imaginativo en su activismo. Para Reed, la rebeldía era compromiso y diversión, análisis y aventura. 

    Hasta su último aliento, el periodista, poeta y comunista John Reed tuvo al México de abajo metido hasta la médula. Su experiencia en nuestro país lo marcó para siempre. Aquí experimentó algunos de los momentos más felices de su vida y de su trayectoria profesional. Hoy, nosotros podemos encontrar en su obra, la crónica de esa pasión, el testimonio de una voz que no se apaga y la brújula para hacer el periodismo necesario en estos tiempos.

     Con Johnny el Rojo bien dentro en el corazón, ser merecedor a una presea que lleva su nombre es una enorme responsabilidad. Muchas gracias  al Proyecto Cultural Revueltas y a la Fundación John Reed por tan importante distinción.


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