La trampa del cambio en uno mismo

Un riguroso ejercicio de deconstrucción infinita no va a resolver los problemas
Foto: Cuartoscuro

Por: Daniel Vera

Una de las afirmaciones más sonadas durante la pandemia es que para cambiar el mundo en que vivimos hay que cambiarnos a nosotros mismos. “Hay que darse cuenta, ser más empático, reflexionar y deconstruir nuestros privilegios”. Pero es curioso que de tanto mirarse el ombligo, el agravamiento de las desiguales, producto de la crisis, no logra vislumbrar una respuesta que vaya más allá de las fronteras de la responsabilidad personal.

No es casualidad que la idea detrás de esta premisa predomine en una sociedad que lleva más de 40 años formando identidades individualistas. Su pasado histórico se remonta a finales de los años 60 cuando el movimiento revolucionario de aquella época dio un giro radical: la clase trabajadora seguía combatiendo desde los sindicatos, pero los activistas hippies decidieron abandonar la calle para irse a centros de retiro a encontrar la paz interior. La revolución ya no estaba en la capacidad de organización de la gente, sino en liberarse de las ataduras personales. Sin quererlo, el mayo del 68 sentó las bases del sentido común individualista tan característico del neoliberalismo. 

Desde la antropología, la idea del cambio social concebido como un simple esfuerzo individual no tiene sentido. Si algo nos enseña la evolución del ser humano a lo largo de la historia es su capacidad para organizarse y, por ende, adaptarse a su entorno. A pesar del mito de la ley del más fuerte, muy ad hoc con el mundo empresarial –emprendedor, hemos llegado hasta nuestros días como especie cooperando, ayudándonos unos a otros. 

Incorporando la solidaridad como elemento antropológico para lograr una transformación social, o al menos se nos vaya la vida en el intento, es necesario articular un mecanismo como el propuesto por el politólogo, escritor y fundador de PODEMOS, Juan Carlos Monedero: doler, saber, querer, poder y hacer.

En el contexto de crisis actual, dicho mecanismo se configuraría de la siguiente manera: la pandemia exacerbó las desigualdades y hace que mucha gente que lo pasaba mal ahora lo esté pasando peor (doler); dichas desigualdades tienen su origen en causas estructurales del sistema (saber); ahora hay que cambiarlas (querer) pero me doy cuenta que no puedo cambiarlas solo (poder), entonces me organizo en mi comunidad para crear redes de solidaridad que resuelven un problema concreto: hambre, marginación o injusticias laborales (hacer).

La crisis del COVID-19 nos ha arrojado un recrudecimiento de las fallas estructurales de nuestra sociedad. En Estados Unidos, a un joven de 17 años, enfermo de Coronavirus, se le negó la atención por no tener seguro médico y falleció horas después; en España, una señora mayor busca comida en la basura mientras manifestantes de una zona acomodada a los cuales el confinamiento les parece una restricción a su libertad, son incapaces de percatarse siquiera de su existencia; en Argentina, barrios populares no pueden lavarse las manos porque no hay agua potable, y en México, un vendedor ambulante sale a vender fruta en una carreta sin más defensa que un paliacate sucio y roto.

Es seguro que un riguroso ejercicio de deconstrucción infinita en donde “el cambio está en ti” no va a resolver los problemas que nos aquejan como sociedad, por más que los libros de autoayuda, el coaching, los gurús del éxito (albaceas de la herencia hippie) y las frases placebo de Facebook nos lo repitan todo el bendito día. El problema es personal y colectivo.

Habrá que dejar de pensar en la transformación social sólo como un asunto individual, ya que el cambio está ligado a la experiencia con el otro y es precisamente desde ahí donde construye su voluntad de cambio. ¿Cómo hacer propia la justicia social si no salgo de mi burbuja cultural que me impide conocer cómo vive un chofer de autobús, una enfermera, los recogedores de basura o un licenciado que no puede llegar a fin de mes?

Porque cambiar, amar, como dijese Hegel, es dejar de ser para ser más.

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Edición: Ana Ordaz


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