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del

Fernando de Ita
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Lunes 5 de febrero, 2018

Aunque nació en la Ciudad de México, en 1937, María Alicia Martínez Medrano dejó huella en el teatro peninsular, particularmente en las ciudades de Uaymitún y Mérida, donde fundó sendos talleres de teatro comunitario. Ahora que ha muerto es oportuno recordar que se formó con Virgilio Mariel, otro chilango afincado en Yucatán donde fundó el Grupo Teatral La Casona, que fue piedra de toque del teatro moderno en el Mayab. También fue la primera directora en montar obras de teatro en lengua indígena en escenarios naturales y con elencos multitudinarios (entre 100 y 500 participantes), inspirada en el teatro de agitación alemán de los años 20, que conoció en la voz de su maestro Seki Sano.

Martínez Medrano fue una luchadora social que halló en el teatro la forma de crear conciencia comunitaria, en una época en la que cualquier disidencia era vista como una conjura comunista. Aunque en la presidencia de Lázaro Cárdenas los pueblos nativos asomaron la nariz en el panorama nacional, con Díaz Ordaz regresaron al ostracismo, por más que la cara del poblano resaltaba sus raíces indígenas. En el 68, María Alicia combatió en las calles de la Ciudad de México con los happenings que algunos comentaristas atribuyen a la influencia de Jodorowski, aunque yo me inclino a ver el efecto del Living Theater, que por esos años dinamitaban las calles de Nueva York con sus audacias.

Sin embargo, fue el Laboratorio de Teatro Campesino, que fundó en Tabasco, el que le dio presencia nacional y con el que conquistó a la elite intelectual y artística de los años 80, cuando era gobernador del estado Enrique González Pedrero, y su mujer, la escritora Julieta Campos, el hada madrina de la cultura oficial. En un sentido, la protección institucional le dio a María Alicia los medios para culminar la secreta misión de tantos años. Secreta por la inexistencia de apoyos, por la falta de espacios, la indiferencia de la prensa, el hostigamiento de las autoridades y la apatía social. En otro sentido desarrolló en ella el autoritarismo estaliniano que escondía el corazón de tantos luchadores de la izquierda de aquellos años.

Resultaba impresionante arribar a la selva tabasqueña en helicóptero para presenciar, en la noche estrellada, una obra de teatro con indígenas de la Chontalpa que estaban siendo entrenados por María Alicia ¡con el método de Stanislavski! Sí, en aquel reino salvaje había un altar para los ídolos de la Medrano. Ya mencioné a su Dios Padre; el Hijo era Seki y el Espíritu Santo, Mariel. Entre los querubines estaban Claudio Obregón y Beatriz Sheridan y había tantos ángeles que ya no recuerdo los nombres.

Ciertamente, un nutrido grupo de jóvenes mayas chontales comían y vestían con dignidad en medio de la miseria de sus congéneres. Ciertamente la vida de ese puñado de nativos se había trasformado porque ahora leían la poesía de García Lorca y hablaban como algunos personajes campesinos de Elena Garro. Pero yo tenía en la cabeza la enseñanza del maestro Rodolfo Valencia, cuyo teatro campesino partía del respeto irrestricto por la cultura comunitaria, por su imaginario y por sus usos y costumbres con todo y la brutal sujeción al poder masculino que padecían las mujeres. En fin, como reportero y crítico de teatro tuve mis enfrentamientos con María Alicia, porque si bien esos acarreos a la selva tropical le aseguraron el apoyo institucional estatal y federal y le dieron el reconocimiento que se merecía, el boato y la frivolidad de esa elite que salía encantada de la selva porque había presenciado el milagro de la redención de los condenados de la tierra por medio del arte, desvirtuaba la auténtica reivindicación que pueden lograr educación y cultura.

Pero como la muerte termina con la dicha y el encono, me quedó con su memorable puesta en escena de Bodas de Sangre, del poeta granadino. En un claro de la selva docenas de chontales salían de la espesura con su impecable vestimenta indígena, mientras los personajes centrales de la tragedia bajaban a caballo en el monte para dejar en claro que la pasión amorosa es un río de lava que derrite el corazón de los machos y las hembras. En lo alto de una torre de madera, María Alicia dirigía las luces, la música, el movimiento de sus guerreros con una pistola al cinto. Esa era mujer que si osó gritar el nombre del amor prohibido a los cuatro vientos.

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