José Ramón Enríquez
Foto: Notimex
La Jornada Maya
Miércoles 16 de octubre, 2019
Gustavo Díaz Ordaz era una patética caricatura de un México que estaba por cambiar en medio de un mundo, el de los sesenta, que estaba en proceso de transformación profunda.
Hubiera querido tener el estilo serio y aparentemente probó de Adolfo Ruiz Cortines o el encanto de estafador que tenían Miguel Alemán, o Adolfo López Mateos, pero no había nacido ni con lo uno ni para lo otro. Sentía que había nacido para obedecer sin chistar al amo y para ser obedecido sin chistar al convertirse en amo. Así entendía la política, como una relación de amos y siervos. Cualquier concesión de la autoridad era, para él, una derrota. El estilo de Luis Echeverría era, sigue siendo, el de un tramposo de póker, un fullero al que no se le mueve un músculo del rostro haga lo que haga, traicione a quien traicione o mienta cuanto mienta.
Para el primero, los mexicanos éramos siervos obedientes; para el segundo, además, éramos idiotas. Para ambos, cualquier diálogo era una concesión y cualquier concesión era una derrota y para impedir ambos extremos era válido cualquier método. Ante la incipiente politización de los jóvenes, cerraron cualquier vía fuera de la obediencia ciega e inauguraron una guerra sucia que ya se había empezado a llevar a cabo con campesinos, maestros, médicos o ferrocarrileros. Así, en pleno corazón de las grandes ciudades, construyeron una especie de olla exprés que llevó a distintos grupos estudiantiles a optar por la vía armada.
Todo esto resultó una auténtica tragedia, con dos fechas álgidas, el dos de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971. Pudo haberse evitado, pero el principio de autoridad, la costumbre de la represión y la mala fe de ambos personajes, apoyados acríticamente por asesinos, cortesanos, aduladores y muchos simples ciudadanos acostumbrados a mirar para otra parte atizó los fuegos en que esa tragedia se cocinaba.
Todavía hoy se ignora mucho más de lo que se sabe. Por eso un libro como [i]Los años heridos[/i] (Planeta, 2019), de Fritz Glockner, resulta tan conmovedor como importante. Conmovedor por haber sido escrito desde las más íntimas cicatrices y con todas las preguntas abiertas por una víctima inocente de todo ello, el hijo de un protagonista de esa tragedia. Importante porque, aun sin ser el primero que se escribe, es un esfuerzo puntual por revisar las distintas afluentes de los distintos grupos y personajes que llegaron a la conclusión de seguir la lucha armada como único camino.
Habrá quien eche en falta los razonamientos de esa otra juventud que se politizó dentro de la misma olla exprés pero escogió una vía política sin duda arriesgada y difícil pero que, a la larga, prestigió nuestra aún endeble democracia; sin embargo, el objetivo de [i]Los años heridos[/i] es documentar la tragedia desde cuanto permite la memoria del autor y de las fuentes a las cuales acude para, sobre todo, mantener viva precisamente esa memoria y garantizar que no se pierda.
En el subtítulo, Fritz Glockner aclara las fechas dentro de las cuales mueve la tragedia: "La historia de la guerrilla en México. 1968-1985". A pesar del subtítulo parte de más atrás y llega prácticamente a nuestros días para dialogar y debatir con los libros sobre el tema y calificar a sus autores.
Sin embargo, como él mismo afirma en el último párrafo de su obra: “todavía quedan voces por escucharse, para diluir las pasiones y contemplar el pasado, así como interpretaciones y debates pendientes sobre esas sombras que se han acumulado, tanto por conveniencia oficial, como por discreción de quienes, en un momento determinado, creyeron que el arma era la llave para modificar conciencias”.
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