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José Ramón Enríquez
La Jornada Maya

Miércoles 7 de agosto, 2019

Ascético y místico, así narraba Herman Melville la epifanía de los viajeros del Pequod: "el gran dios se reveló, se zambulló y desapareció de la vista". Ahora, cuando se cumplen dos siglos de que naciera un primero de agosto, en Nueva York, se me ocurre proponer a Melville un simple juego de miradas, vis a vis de resonancias bíblicas. Y resulta que no es la mirada frenética, inyectada en sangre, del viejo capitán Ahab la que imagino frente a la vacía de Bartleby el escribiente, sino la mirada escrutadora de aquel que, en el inicio de sus propios tiempos, nos pide que le llamemos Ismael, como al hijo rechazado por Abraham, padre de tres religiones que pueblan el mundo.

Tanto Ahab como Bartleby saben perfectamente, el primero, lo que quiere, y lo que prefiere no hacer, el segundo, pero Ismael está siempre en busca de algo y eso lo vuelve un testigo por definición: su sentido es testificar la tragedia del ballenero Pequod como la historia amplia de esa marinería tan especial que se dedica a perseguir cetáceos por el orbe entero. Incluso testifica acerca de los meandros de su propio amor por el príncipe salvaje Queequeg quien lo ha convertido en su esposa en una unión aunque carente de sexualidad (hace doscientos años no hubiera podido ni siquiera plantearla en un relato) plena de solidaridad y, sobre todo, de ternura.

Si aceptamos, como lo hace unánimemente la crítica, que Ismael es el alter ego de Melville entonces es también el impávido testigo de un escribiente que prefiere no hacer las cosas, pero un testigo que desconoce los antecedentes de aquel a quien mira y también es incapaz de imaginar siquiera motivaciones y consecuencias. Es en este sentido en el que encuentro interesante el vis a vis, el juego de miradas entre Bartleby e Ismael: ¿es a Melville a quien ve al espejo el escribiente cuando se peina o es con Bartleby con quien se encontraba en el espejo el frustrado escritor neoyorquino cuando peinaba su elegante barba?

Y de este simple juego de miradas pueden desprenderse muchos más. Incluso las raíces de las que surge el árbol de la literatura contemporánea. No sólo de la norteamericana sino de la escrita por Kafka y por Becket (como señala también unánimemente la crítica al festejar al Melville bicentenario) y por el propio Harold Pinter quien se negaba a establecer antecedentes o consecuentes de sus personajes, tan inasequibles como el propio Ismael quien, entre dudas, confiesa: "Me parece que lo que llaman mi sombra aquí en la tierra es mi sustancia auténtica".

Sombra, reflejo, siempre lo contrario. La contradicción como único método y en eso se funda la actualidad de un autor que es nuestro indiscutible contemporáneo. Basta con releer el capítulo de [i]Moby Dick[/i] sobre 'La blancura de la ballena', en el cual, tras un erudito repaso acerca de la simbología del bien en el color blanco de casi todas las culturas, se detiene en que es precisamente blanco ese animal inteligente y feroz, Moby Dick, que arrancó de una dentellada tanto la pierna del capitán Ahab como cualquier posibilidad de ternura o esperanza en su corazón, por lo tanto, se convirtió para él en símbolo del mal.

Es cuestión de exégesis: la ballena es un dios y es Ahab encarnación del demonio.

En uno de sus últimos momentos, Ahab grita a dos de sus oficiales que ellos "son polos opuestos de una misma cosa" mientras que él está solo sin "dioses ni hombres por vecinos". Aunque su polo opuesto, Bartleby también está solo sin "dioses ni hombres por vecinos"; el viejo Melville no: a sus doscientos años está aquí con nosotros y profetiza en paciente espera de que lo comprendamos.

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