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Rafael Robles de Benito
Foto: Fernando Eloy
La Jornada Maya

Jueves 20 de junio de 2019

Después de leer, entre azorado y divertido las notas alrededor de la publicación del “mapa oficial de Quintana Roo”, y la respuesta más o menos airada de algunos actores de la comunidad yucateca, que consideran que “se pone en peligro a varios municipios del estado”, y tras revisar los artículos de Felipe Escalante, donde relata con sensatez y serenidad la historia de la división de la península en tres entidades, no he podido sino recordar la triste pero reciente historia de un intento de reunir la región peninsular en un esfuerzo de colaboración solidaria: el Acuerdo para la Sustentabilidad de la Península de Yucatán, coloquialmente conocida como ASPY.

La división de la península fracturó familias y distribuyó territorialmente intereses de manera diferencial. A muchos, desde hace ya más de un siglo, les ha parecido injusta la distribución de tierras y del acceso a recursos naturales. Las causas que condujeron a la división se han ido perdiendo –al menos para el imaginario colectivo– en la densa niebla de los tiempos. Ahora se tiende a juzgar el asunto, cada vez que alguien lo saca a relucir, como el perjuicio que los quintanarroenses quieren endilgarle a los yucatecos o a los campechanos, o la combinación que el lector prefiera. El punto es que con acciones tan aparentemente intrascendentes como la publicación de un mapa en un periódico oficial, se logra enzarzar a los habitantes de la región en una discusión plena de inquinas, rencores antiguos y absurdos, y recriminaciones insensatas que poco responden a la realidad.

Cuando el tono de las discusiones se hace menos ríspido (cuando estamos lejos de alguna contienda electoral, por ejemplo), sale a relucir con renovada sorpresa la idea de que la península es una región que debiera conducirse como un todo integrado, más allá de los límites expresos de una división política y administrativa impuesta desde el centro del país, con la participación interesada de una élite dueña de vidas y haciendas, nacida de la conquista territorial y del dominio opresor a los pueblos originarios, mayas todos. En uno de estos momentos en los que parece resurgir una suerte de hermandad peninsular, que coincidió además con un evento internacional también imbuido de un espíritu solidario –la COP 13 de biodiversidad– los gobiernos de los tres estados de la región suscribieron un acuerdo de voluntades que creó la Alianza para la Sustentabilidad de la Península de Yucatán.

Esa alianza no era más ni menos que eso: un esfuerzo por buscar vías comunes para atender las exigencias del desarrollo sustentable regional, salvaguardando los derechos de los pueblos originarios; la resiliencia y conservación de los ecosistemas, recursos naturales y servicios ambientales; y la construcción de procesos de desarrollo apropiados a las características del paisaje peninsular, económicamente viables, socialmente justos y pertinentes, y culturalmente admisibles. Dicho sea de paso, entre los elementos expresamente establecidos en el acuerdo figuraba la obligatoriedad de consultar a los pueblos originarios y comunidades locales antes de emprender proyectos que incidieran en su territorio, de modo que los proyectos pudieran contar con un consentimiento previo, libre e informado.

El ASPY empezó como un instrumento de consulta y reflexión que convocó voluntades comunes en lo que parecía poder convertirse en un esfuerzo común y solidario de diversos actores sociales (gobiernos, centros e institutos de investigación y educación superior, empresas socialmente responsables y organizaciones no gubernamentales de corte ambientalista), dirigido a explorar vías de desarrollo sustentable y de mitigación y adaptación a los impactos generados por la crisis climática, todo ello con una visión de envergadura regional. La ilusión de unión peninsular y trabajo solidario duró poco.

[b]Amparo contra el ASPY[/b]

Intereses que no puedo calificar sino de oscuros lograron reclutar a unos cuantos ejidatarios de Bacalar para que presentaran un recurso de amparo ante las cortes, para dejar insubsistente el acuerdo ASPY, alegando que no se había consultado a las comunidades indígenas antes de ser suscrito por los gobernadores. Un juez, sin un criterio claro que le permitiera discriminar con argumentos técnicos y jurídicos robustos, si el acuerdo ameritaba una consulta acorde con lo establecido en el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, determinó otorgarles el amparo, con lo que tiró por tierra un loable y benéfico esfuerzo regional.

Mientras los empresarios que vieron originalmente este esfuerzo con buenos ojos, y las organizaciones académicas que participaron en su creación y consolidación, continúan buscando maneras de trabajar de manera coordinada por cumplir objetivos comunes de búsqueda de responsabilidad social y sustentabilidad, los tres gobiernos estatales se debaten en un marasmo jurídico del que parecen no poder salir, y los abogados no parecen encontrar soluciones que no atraviesen por la manida fórmula del borrón y cuenta nueva. Por otra parte, las diversas organizaciones de corte internacional, a las que pertenecen los tres gobiernos estatales de la península, siguen encontrando en el ASPY un ejemplo de colaboración entre gobiernos subnacionales, basan parte de su respaldo a los esfuerzos de la región por construir un medio ambiente sano en su persistencia y fortalecimiento, y presumen su creación como un logro de la solidaridad regional, esperando que eventualmente se recupere su estructura y eficacia.

¿Quién ganó con la “insubstancialidad” del ASPY? Me parece que nadie. Las comunidades indígenas perdieron una estructura que les garantizaba la salvaguarda de sus derechos, incluyendo el de tener acceso a consultas que aseguren el consentimiento libre, informado y culturalmente aceptable. Los gobiernos estatales perdieron la oportunidad de trabajar conjuntamente para garantizar la persistencia de la biodiversidad, los ecosistemas y los servicios ambientales de la región, con el concierto del apoyo financiero y técnico internacional. Los empresarios y académicos perdieron la capacidad de trabajar en una alianza coordinada con las fuerzas políticas peninsulares. Los organismos no gubernamentales, incluyendo a quienes obcecadamente promovieron el mentado amparo, perdieron la oportunidad de contribuir de manera eficaz al logro de propósitos que coinciden con los que dicen respaldar. Nadie ganó. Perdimos todos como perdemos cada vez que nos enzarzamos en discusiones que dividen, separan y alejan a quienes deberían, por su comunión de intereses, y su semejanza de historias y paisajes, debieran construir su futuro en conjunto, con fraterna solidaridad.

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