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José Luis Domínguez Castro
Imagen: catedraldemerida.org.mx_Oleo de E. Torre Gamboa
La Jornada Maya

Martes 4 de junio, 2019

Hace cincuenta años, mientras los tripulantes de la Apolo X transmitían las primeras imágenes desde la luna por TV, el cadáver de Fernando Ruiz Solórzano, segundo arzobispo de Yucatán, era velado en el Colegio Pontificio Mexicano, en donde su Rector, Bartolomé Carrasco, presidió las honras fúnebres de cuerpo presente. Se trataba del pastor que desde 1946 regía los destinos de la grey católica yucateca.

Se sabe que viajaba a Roma, como lo hacía cada año, para cumplir con su visita Ad Limina. Iba acompañado de su amigo, el empresario Arturo Ponce G. Cantón y estando aún en ultramar, a bordo del trasatlántico Michelangelo, donde lo sorprendió la muerte un 15 de mayo.

Difícil tarea habrá sido para su acompañante cumplir con todos los requerimientos que las leyes internacionales imponen para estos casos; difícil y costoso habrá sido el traslado del cuerpo, primero a Madrid, y luego el regreso a Mérida donde lo esperaba su feligresía. Acá llegó unos días después y de inmediato se procedió a las exequias de rigor, habiendo sido expuesto el féretro con sus restos mortales a la veneración de la multitud de creyentes. La prensa de la época estimó que fueron 10 mil personas quienes acompañaron su destino final en el Cementerio General al obispo de la Iglesia católica yucateca.

Originario de Pátzcuaro, Michoacán, y seminarista en Morelia, este cercano colaborador de su rector, Luis María Martínez, quien fuera años después arzobispo de México, ascendió rápidamente en su carrera eclesiástica, dándose a conocer por su gran capacidad intelectual, así como por su habilidad para resolver problemas administrativos durante el tiempo que fue rector del seminario de Morelia.

Su fisonomía de asceta y la sencillez en sus modales lo hacían aparecer siempre muy cercano a quienes lo buscaban. De hábitos austeros y notables dotes oratorias, Fernando Ruiz alcanzó a temprana edad la dignidad del episcopado, al ser nombrado para cubrir la diócesis yucateca que dejó vacante Martín Tritschler y Córdoba en 1944.

Mucho batalló don Fernando, como autoridad eclesiástica, para entender la manera de creer de los yucatecos, en especial de los hacendados, que en más de alguna ocasión trataron de acallar sus señalamientos en favor de la justicia social. La casa-habitación que fuera de la familia De Regil, ubicada frente al monumento a la bandera, era la sede austera del pastor que recibía a ricos y pobres sin distinción y al que sólo se le conocían dos vicios: los cigarros Pall Mall y el cognac.

Auxiliado solamente por D. Miguelito Gamboa, que la hacía de diligenciero, chofer y secretario al mismo tiempo, y por Da. Catita Juanes Vda. de Cantillo, quien fungía como su “familiar” y lo auxiliaba tanto en la provisión de sus alimentos como en las relaciones públicas, guardó siempre una discreta distancia respecto a las autoridades civiles, lo que le permitió llevar la fiesta en paz con la sociedad, sin dejar de tener conciencia de que su opinión respecto a los asuntos públicos.

Aunque participaba en la parafernalia de los Caballeros de Colón, las Colombinas y sus Escuderos, agrupaciones católicas de abolengo, le daba más importancia a la Acción Católica en sus distintas secciones, cuya cobertura pastoral era más amplia y de arraigo popular. De igual forma, al mismo tiempo que trajo a los Misioneros del Espíritu Santo, congregación dedicada a un selecto sector de la feligresía, dio todo su apoyo a las obras misioneras que los sacerdotes de Maryknoll realizaban en comunidades alejadas del interior del estado y en el barrio bravo de San Sebastián.

Abundantes anécdotas se cuentan en torno a su sencillez, en contraste con su carácter fuerte y su intolerancia ante los abusos de los poderosos. Muchas obras pías están registradas en los 25 años que duró su episcopado y que ya han sido recogidas por quienes lo han biografiado. Aquí sólo quiero destacar su profundo sentido humano, que lo llevaba a acciones de desprendimiento (casas, autos, o dinero en efectivo) que muchos de sus bienhechores y colaboradores nunca llegaron a entender.

La figura señera de Don Fernando Ruiz Solórzano brilla a cincuenta años de distancia y destaca en la memoria colectiva de creyentes y no creyentes, en contraste con el perfil de otros pastores de gris investidura que lo han sucedido al frente de la grey. ¡Honor a quien honor merece!

A la muerte del monseñor Tritschler, se dice que más de mil personas salieron a las calles para seguir su cortejo fúnebre. Una cantidad diez veces mayor fue registrada en el funeral de Fernando Ruiz Solórzano hace cincuenta años. ¿Cuántos miles de fieles acompañarán a sus dignos sucesores en su marcha hacia la eternidad?

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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