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Jonathan Molina
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Miércoles 13 de marzo, 2019

Con tan solo tres años de vida comenzamos el largo trayecto por la educación formal. Sin considerar el posgrado, dedicamos 18 años a la escuela y a la atención de deberes escolares (alrededor de 6 mil 570 días; poco más de una cuarta parte de nuestra vida.

Existe consenso mundial sobre la importancia que tiene la educación para las personas y para las naciones. Sin embargo, desde hace décadas, algo no marcha bien: los jóvenes están dejando la escuela y nuestro sistema educativo no está haciendo lo necesario para asegurar que permanezcan en el aula.

Una vivencia personal me llevó a esta reflexión. Conocí a Abraham, hijo menor de un matrimonio joven, desde su nacimiento hace 18 años. El joven creció con las carencias propias de la clase media mexicana que vive en uno de los municipios más poblados y más inseguros del país (sí, allá por el Estado de México).

Sus padres se separaron cuando él tenía seis años y a su corta edad se enfrentó con una de las situaciones de vida más duras: optar por vivir bajo el techo de su padre o bajo el de su madre. Eligió al primero.

El papá, alcohólico, tenía la costumbre de salir por las noches y regresar a su casa hasta el día siguiente. Pese a ello, Abraham manifestó ser una persona centrada y responsable. Por extraño que parezca él asumió el rol de adulto: de día acudía a la escuela; de tarde hacía las tareas del hogar y de noche, mientras motivaba a su padre para que encontrase un empleo formal, las académicas.

Bajo este contexto concluyó la educación primaria y obtuvo promedio final cercano a 7. Nada mal.

Luego ingresó a la escuela secundaria. Los cambios propios de la adolescencia y la búsqueda de una identidad personal lo complicaron todo. Dentro del aula, prefería ignorar a los profesores porque le parecían aburridos, tediosos, repetitivos, cansados, viejos y lentos. Desde su punto de vista marchaban a una velocidad que no era la suya y le hablaban en un lenguaje que no era el propio de su generación.

El tedio le orilló a ausentarse de clases. Escapar de la escuela parecía más divertido, más atractivo, más emocionante. Le hacía vibrar y sentirse vivo. La adrenalina de lo indebido se apoderó de sus emociones y ocurrió lo inevitable: a los trece años consumió por primera vez alcohol, siguió con el tabaco y después quién sabe con qué sustancia más.

Un día su profesor de matemáticas lo encontró en estado inconveniente, bajo el influjo de sustancias prohibidas. De inmediato lo presentó ante la dirección y la escuela hizo con él lo que sabe hacer a la perfección: reprenderle y aplicarle el reglamento con el mayor rigor posible; prohibirle el ingreso al plantel y, finalmente, etiquetarle como una persona conflictiva con pésimos resultados escolares.

Con esta carga sobre de sí, egresó de la secundaria con un año de rezago. Su promedio final fue de 6. Sin duda, el resultado de un gran esfuerzo.

Cuando llegó el momento de cursar el último tramo de la educación obligatoria, el de la media superior, hizo el examen de asignación y el resultado que obtuvo le indicó que sí había un espacio para él, pero en un plantel ubicado a más de 50 kilómetros de distancia de su domicilio.

Aún así, acudió a su primer día de clases e inmediatamente se unió a un grupo de jóvenes afines a sus preferencias. Su afición por el consumo de alcohol y otras sustancias aumentó. Y así continuó hasta que, de la noche a la mañana, se hartó de ello y optó por dejar la escuela sin concluir el primer semestre. Ni los profesores, ni el personal administrativo, ni los tutores, ni los orientadores vocacionales, ni el director del plantel notaron su ausencia. Nadie.

Hoy día trabaja como bolero en un mercado local. Tiene un trabajo honesto, atiende con simpatía y amabilidad a las personas. Ha aprendido su oficio y aplica sus conocimientos a la perfección. Demuestra estar comprometido y se esmera por hacerlo bien. En pocas palabras: es un gran producto de nuestro sistema educativo que utilizó todos sus medios para expulsarlo y no hizo lo suficiente para acercarse a él para conocerlo, para retenerlo.

Al igual que Abraham, alrededor de 700 mil jóvenes que cursan la educación media superior abandonan la escuela y pasan de la escolarización al olvido; esto significa que perdemos a más de mil 900 jóvenes al día, casi 80 cada hora.

Ante esta problemática, nuestro sistema educativo se ha mostrado inerte, paralizado y ha sido superado por la dinámica de la juventud actual; no ha logrado responder a las necesidades presentes ni futuras de los jóvenes y, por el contrario, a lo largo de su historia, ha sostenido una oferta homogénea en la que sólo los que cumplen con los estándares preestablecidos son incluidos y los que no excluidos. En suma, nuestro sistema ha querido tapar el sol con un dedo o, mejor dicho, con una beca.

Con todo esto, ¿se está violentando el derecho humano a recibir educación de los jóvenes? Sí y con todas sus letras.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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