Opinión
Pablo A. Cicero Alonzo
25/06/2025 | Mérida, Yucatán
”Una pareja de ancianos, él de 83, ella, de 76, emprendieron una larga caminata hacia su propia lucidez”. Así comienza el relato que se publicó en El País este fin de semana protagonizado por dos esposos, ambos con Alzheimer, que se perdieron seis horas buscando "un lugar donde hace 60 años existió una laguna o un paraje natural que ambos frecuentaban de adolescentes, tal vez en sus primeras tardes de enamorados o quizá en compañía de más amigos".
Ninguno de los dos recuerda ya el nombre de sus hijos, o lo que desayunaron en la mañana, o si desayunaron. Pero la cartografía de ese recuerdo, sí. La laguna de sus primeros besos ya no existe: se la bebió la ciudad —en este caso, Madrid, pero pudo haber sido cualquiera—. La brújula perdida de su memoria sólo marcaba el norte del pasado, y hacia ahí se dirigieron, tomados de las manos. Caminaron siete kilómetros, buscando la humedad y la yerba en los cuatro carriles de la autopista M-45.
La nota periodística narra la operación policiaca que se realizó para encontrar a esos náufragos de la memoria: más de veinte agentes, un helicóptero y drones; la búsqueda abarcó 130 hectáreas, todas en la bruma del olvido. Un dron captó a la mujer, tumbada en el campo, inmóvil; "la orografía y la maleza hacían imposible verla sin unos ojos desde el cielo”. Estaba exhausta, perdida en esa realidad que no reconoce; su esposo estaba a pocos metros de ella, persiguiendo décadas pasadas, deseando atraparlas en una red como si fueran mariposas.
La nota concluye asegurando que "la felicidad (del hallazgo) se completó cuando por la noche les confirmaron (a los hijos) que, más allá de algo de suero y descanso, los rescatados evolucionaban favorablemente". Hoy, ya varios días después, tal vez esa laguna a la que nunca llegaron los ancianos se volvió a llenar; ahí, entre lirios y libélulas, adolescentes se juran amarse toda la vida. Tal vez. Lo que sí sabemos con certeza, es que todos vamos para ahí.
Y es que nos estamos haciendo viejos, con prisa: Hace apenas una década, eran poco menos de 190 mil los adultos mayores en Yucatán. Hoy, son casi 300 mil. Uno de cada seis yucatecos tiene 60 años o más. La cifra, más que una estadística, es un espejo. Y lo que devuelve ese espejo no es solo la curva demográfica en ascenso, sino la urgencia de una sociedad que no olvide a quienes ya olvidan. En Mérida, viven unos 140 mil adultos mayores: abuelas que tejen el tiempo en hamacas, abuelos que se sientan en la puerta a mirar la calle como quien mira un río.
Y en esta realidad entra sin calzador la ficción que se edifica en la novela Las tempestálidas —Vremeubezhishte en su lengua original—, con la que Gueorgui Gospodínov nos ofrece una parábola sobre el pasado convertido en refugio. El protagonista —un narrador sin nombre, sombra del propio autor— acompaña al excéntrico psiquiatra Gaustín en un proyecto inquietante: abrir clínicas que recrean décadas pasadas para tratar a pacientes con Alzheimer. Lo que comienza como un ejercicio médico deviene fenómeno social: pronto, personas sin enfermedades comienzan a internarse voluntariamente en estas cápsulas del tiempo, buscando consuelo en los años en que todo parecía tener sentido. Como si la memoria fuera más confiable que la realidad.
La propuesta crece hasta el delirio: países enteros celebran referendos para decidir a qué época desean regresar. Europa vota su década favorita como quien elige un eslogan o un color. La democracia se convierte en una máquina del tiempo, y el resultado es inquietante. Porque no hay regreso sin renuncia. Porque ningún pasado fue tan perfecto como lo recuerda quien lo añora.
Gospodínov escribe con ironía melancólica y precisión filosófica. Su estilo es a la vez íntimo y político, cargado de preguntas más que de respuestas. ¿Qué es el tiempo cuando la historia duele? ¿Qué futuro nos espera si solo miramos hacia atrás? Las tempestálidas no es una novela sobre el Alzheimer, sino sobre el alzhéimer de los pueblos. Sobre esa tentación tan humana de pensar que el ayer fue mejor, simplemente porque ya no está. La memoria como búnker.
Edición: Estefanía Cardeña