de

del

José Luis Domínguez Castro
Foto: especial
La Jornada Maya

Miércoles 27 de diciembre, 2017

¡Hey abuelo! Me sonó a insulto la primera vez que me lo gritó un motociclista joven ante mi imprevisión mientras conducía y adentrarme en una glorieta, sin advertir su presencia. En otra ocasión, un policía que me salió al paso sin aparente razón, me lo espetó en diminutivo: ¿traes tus copitas abuelito? Esta vez me sonó a mentada de madre. Y es que nunca se me ocurrió que llegaría a adquirir este status parental. Ciertamente, yo veía que mis amigos se transformaban cuando nacían sus nietos. Las amigas hablaban de ellos día y noche. Sus maridos ponían fotos en las pantallas de sus celulares, Recuerdo a aquel arquitecto, maestro universitario, que no desaprovechaba ocasión para lucir la última sonrisa de la nieta o a aquella investigadora que contaba anécdotas cotidianas de sus nietos que me parecían insulsas o subía fotos sin parar al Facebook. Y ni que decir de la amiga que abandonó parcialmente sus actividades profesionales exitosas para volverse experta en crianza de nietos, a nivel de investigación profunda O ni qué decir de aquel siquiatra con más de cincuenta años de consultorio, que me narraba el profundo significado de su vivencia al llegar a ser abuelo. Yo los escuchaba siempre con mucho respeto, pero me quedaba con la sospecha de que exageraban.

¡Y he aquí, que me llegó el día! El tema del abuelazgo me sacudió desde el momento en que me enteré del embarazo de mi hija y así, lo fui asimilando mes con mes, pensando que cuando llegara el momento crucial no me afectaría tanto. Pero todo intento de racionalización fue inútil. Cada que pensaba en el tema, sentía que una extraña sensación me invadía, volviéndome frágil, como de cristal; a veces sentía una cierta energía que me derretía desde adentro. Y cuando lo pude ver, aunque a la distancia y por Skype, mis lagrimales empezaron a trabajar horas extra… y eso hasta hoy… No obstante que ya han pasado seis meses.

Recientemente, al fin tuve la oportunidad de estrechar entre mis brazos a mi nieto, el primero, el único, y sentir piel a piel su identidad transmundana. Sentí que me contagió de algo que no puedo describir. Mi cerebro cabalga sin cordura cuando lo tengo cerca: salta de alguna reflexión biogenética a ciertas fantasías de ciencia ficción. ¡Poco importa eso! Pero mi cuerpo siente los efectos de la cercanía del bebé como los de una kriptonita que me desarmara, y que fuera desintegrando más rápido mis células muertas al tiempo que va eliminando los pensamientos inútiles y los recuerdos innecesarios. ¡Vaya el poder que puede tener la presencia de un nieto en brazos de su abuelo!

Desde el primer encuentro en el aeropuerto empezó un diálogo, interrumpido, compartido con los otros interlocutores de la familia, pero que va dejando huella en la existencia, a manera de una nueva bitácora que recién se inició. Ciertamente esa sensación igual sucedió cuando nacieron los hijos, lo recuerdo muy bien; pero esta vez es diferente. Quizá lo explicarán los sicólogos o los neurofisiólogos, o los terapeutas, pero mejor que lo cuenten los mismos abuelos. Todos y cada uno de quienes hemos experimentado este extraño cambio cualitativo en nuestras vidas, a partir de la aparición de los nietos. ¡Abuelos del mundo: uníos!

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