de

del

Giovana Jaspersen
Foto: Luis Pérez
La Jornada Maya

Viernes 22 de septiembre, 2017


[i]Con qué facilidad en los poemas de antes[/i]
[i]hablábamos del polvo, la ceniza, el desastre y la muerte[/i].
[i]Ahora que están aquí ya no hay palabras[/i]
[i]Capaces de expresar qué significan[/i]
[i]El polvo, la ceniza, el desastre y la muerte[/i]
(J.E.P)


Que no se mueva nadie, personas con brazos en alto y palmas abiertas, congelan a todos.

Quietos y en el derrumbe, sobre el escombro nos encontramos. Inmóviles, inestables y preguntándonos, qué ha pasado.

Este 2017, fue en martes. Pasadas las 13 horas el mensaje parecía irreal: Tremendo sismo trepidatorio. Se envió y con en él se adjuntaron 32 años de imágenes e historias. Pasmados, nadie podía creerlo. Habían pasado un par de horas apenas después del simulacro, con el que -como cada año- escudriñamos cicatrices hasta llegar a la herida que un día nos mató una ciudad con sus personas. Salimos de las instituciones, con cascos, chalecos y recuerdos, llenamos las calles de México con el memento anual. Éramos nosotros, los mismos, más lejos o más cerca, 32 años después; los hijos y los nietos de los que murieron o vivieron “el del 85”, que fue en jueves. Ahora, nos sacudió la misma pesadilla, el mismo miedo crujiendo entre los escombros, partiendo calles por mitad, oliendo a sangre con polvo.

¿Qué probabilidad había de que volviera a suceder en la misma fecha? ¿Qué pacto firmó el calendario con la tierra y la memoria?

Silencio, puños levantados que hacen enmudecer hasta al viento, mutismo que aturde. Callados para oír a las víctimas atrapadas, con ellas se escucha también el país que somos gritando desde el cascajo.

México es el herido, en llanto y entre ruinas, hay que escuchar con atención lo que en estos días ha dicho, es la única forma de rescatarlo. A lo largo de filas humanas, de mano en mano dijo a murmullos que la fe si mueve montañas, también de escombro. Dejó mensajes sonantes en las manos de los rescatistas y voluntarios; así como de quienes cocinan, abren puertas, ofrecen cama, empacan víveres y reparten alimento, escribió hasta en las latas de comida para ser escuchado. Oigamos entonces, en este silencio, el ruido de cada peso donado, el barullo de las redes ciudadanas y los centros de acopio, el sonido que expelen sin poder verbalizar de tan exhaustos quienes debajo de la lluvia y a oscuras continúan buscando cuerpos. Todo eso, es el sonido del sobreviviente ahogado debajo de los montes de desolación.

En la desgracia, tan democrática como injusta, escuchemos lo que nos dicen de las personas sus acciones, de la fuerza ciudadana y la solidaridad. Nuestro país es esa víctima, desde antes del sismo, que muge y nos recuerda que somos los únicos que lo podemos rescatar.

Sentir que no somos nada nos dio fuerzas para ser todo y nos vimos reaccionar. Así, 120 millones de personas quisimos correr a abrazar al niño que salía de entre la tierra para decirle que todo estaba bien, que ya había pasado, que su familia ya somos todos, que queremos cuidarlo e intentar explicarle lo inenarrable. Contarle que lo encontraron gracias a un perro que encuentra personas y que cerca había personas que encontraban perros, y otras más, que alimentaban a ambos pues de ello dependía que el ciclo continuara. Habría que decirle que justo en medio de ese círculo virtuoso su historia se reescribió y que nada fue más importante que buscarlo y encontrarlo. Hay que esperar a que ese niño crezca para anecdotar que este sismo tuvo un déjà vu, pero que en ese era imposible que alguien enviara su ubicación desde debajo del escombro y la incomunicación azotaba tanto como la naturaleza. Lo mejor sería después confesarle que el sismo que cambió su vida, cambió también la de todos nosotros; porque junto con su voz debajo de las piedras, sonó la del país que estábamos matando. Nuestro deber sería decirle 120 millones de veces que nos salvamos y nos debemos la vida, todos a todos.

Continuar, después del silencio un índice al aire nos indica continuar trabajando, hay mucho por hacer.

Hay que escucharnos, re-conocernos; sabernos la nación que se abriga en la ayuda y la solidaridad de la desgracia, pero que se lastima y separa en el cotidiano. Preguntémonos qué necesitamos para sumar siempre, para comprender la relación de la solidaridad con la fuerza, la solidez y el sustento. Nuestro país desde el centro de la tierra nos gritó lo que sabíamos: él no es su gobierno, sino sus personas. Es la suma de todos, quienes desde sus trincheras hacen; porque al leer las crónicas nos asombramos de nosotros mismos, y escuchamos el canto de un país mientras se muere de miedo y dolor sobre el escombro. El que continúa buscando y trabajando, después de escuchar en el silencio.

El de los últimos tres días necesita ser un esfuerzo de largo aliento, no puede terminar con la remoción del escombro o el diagnóstico de daños. A la Ciudad de México hay que sumar los daños en el Estado de México, Puebla y Morelos; así como los del atroz sismo previo que azotó Oaxaca, Tabasco y Chiapas. Es necesario seguir y proyectar los últimos días hacia el futuro, llevarlos a la vida diaria sabiendo de la fuerza humana y de la de la naturaleza; estando orgullosos y siendo humildes.

Somos una especie torpe y dividida, superflua y cambiante que ha desconocido a los suyos y que en últimos días los volvió a encontrar. Como si hubiéramos estado también atrapados debajo del escombro, este sismo nos da la oportunidad de salir.

Somos nuestra propia lección, la de la fuerza que se logra a través de la participación ciudadana y la cooperación ¿Cómo sacar eso de la desgracia y la defensa para llevarlo a la construcción de la bonanza?

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