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Fabrizio León Diez, enviado
La Jornada Maya

Miércoles 20 de septiembre, 2017

A 32 años y seis horas, en el mismo lugar y con millones de gente más, el trepidar de la tierra nos trasladó al infierno por todos tan temido, nos puso en segundos fuera de nuestras vidas, para compartir el pavor, de nuevo.

Un terremoto de 7.1 grados, en forma trepidatoria, nos sumió en el espanto a las 13.14 horas, apenas minutos después de que la alarma sísmica nos anunciara un simulacro, justamente en conmemoración del aniversario del temblor que dejó una cicatriz de la mayor tragedia natural del siglo pasado. Ahora se genera esta otra marca, la más grande en lo que va del siglo XXI, para sumirnos en la miseria.

Es un olor que no huele, sino que suena: crujen las calles, chocan los edificios, estallan los vidrios, gritan los vecinos, aúllan los silencios.

Es recordar y sentir lo mismo, como una pesadilla en vigilia, con más conciencia. Pareciera que un animal descomunal tratara de salir del piso. Un alien se mueve al ritmo de los pasos rápidos y un recuerdo del carajo nos invade; el movimiento es tal que apenas se puede mantener el equilibrio, mientras pareciera que habitamos dentro del recuerdo.

Es regresar y saber que te volvió a pasar algo como un dolor oculto; hay que caminar y preguntar. La avenida de los Insurgentes y Viaducto está invadida por transeúntes. No hay transporte y, de un lado a otro, todos tratan de comunicarse, de “conectarse”, pero no hay línea, no hay Internet, sólo los radios de los autos a los que nos acercamos para enterarnos que, en efecto, otra vez en 19 de septiembre, se cayeron y desplomaron edificios y casas.

Hordas y filas de autos que nos llevan a la colonia Roma, cruzada por las calles de San Luis Potosí y Medellín.

Ahí se acaba de desplomar hace 30 minutos un edificio; adentro, trabajadores están siendo rescatados. Luis es sobreviviente y con el agua que me arrebata cuenta como un autómata: “tembló y nos salimos y luego entramos para ir por nuestras cosas; de repente todo se fue de lado en el cuarto piso. Me ladee y me fui hasta las paredes; todo se me vino encima. Erika y Claudia se cayeron, Elizabeth se quedó atorada. Como pude fui por ellas y salimos; ya estando afuera todo se cayó. Así nomás, se desplomó y nos salvamos, pero adentro están los demás”. El color amarillo de su cara persiste; el rescate llega; hay celebración cuando Blanca es rescatada.

Huele a gas, todos gritan, mientras las ambulancias y helicópteros zumban; Los rostros que esperan afuera de su edificio, simplemente apabullan. Los mensajes de silencio se imponen cuando el rescate es inminente.

Uno reflexiona que la capacidad y educación de los rescatistas es notoria; de pronto al llegar a la escuela Enrique Rebsamen todo se vuelve llanto; los padres de los niños atrapados se ven imposibilitados para quitar con las uñas los escombros; sus rostros, parecen crujir también, al borde del colapso. Almas, como las del 85; vidas, comidas por la tarde. Nuestros hijos están atrapados y, con el mayor dolor, sabemos que esta noche será la más larga. La impronta de este día quedará para siempre; nunca se nos devolverá el alma.

Todo lo demás, las cifras y los detalles de las cantidades, la ayuda y las declaraciones, la tremenda solidaridad, comparaciones e información, está en las redes, en la web y en la radio, que permaneció como el medio más importante.

Nos damos cuenta de que el miedo del animal que sale del centro de la tierra puede sentirse hasta dos veces en la vida, cuando menos hasta ahora, o por mientras. El azar y la coincidencia, como el destino, nos alcanzó.

Tal vez, por eso también, metafóricamente, se nos derrumbó el Monumento a la Madre.

[i]Ciudad de México[/i]
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