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del

Carlos Martín Briceño
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Martes 12 de septiembre, 2017

Evoco, ahora que la ocasión es propicia, la primera vez que visité Uxmal. Tendría ¿seis?, ¿siete años? Para el caso es lo mismo, los recuerdos de la infancia, al llegar a la adultez, se difuminan y entremezclan en los matorrales de la memoria. Recuerdo el viaje familiar a Chetumal en el Chevelle dorado, la salida al amanecer y el griterío de los káues que habitaban las copas de los tupidos flamboyanes de la Avenida Aviación. Entonces, no habían autopistas en el sureste de México, y para llegar a nuestro destino, papá debía conducir por una angosta carretera de doble vía esquivando tráileres, zigzagueando ante los cráteres lunares de la carpeta asfáltica, aminorando la velocidad cada tanto por causa de los eternos trabajos de reparación de la Secretaría de Obras Públicas. Pero nada de esto parecía desalentar su entusiasmo, pues una vez que pasamos el campo aéreo y aparecieron las apestosas granjas de cerdos de la carretera a Umán, una sonrisa franca vino a instalarse debajo de su tupido y oscuro bigote. Y luego, cómo olvidarlo, el opíparo desayuno de tacos de cochinita en el mercado de Muna, el aroma dulce de la espesa horchata y la afortunada ocurrencia de aprovechar este viaje para detenernos a conocer las ruinas de Uxmal.

Nada más poner pie en la entrada de la zona arqueológica, mi hermano Enrique y yo, sin hacer caso a las súplicas de mamá que nos ordenaba esperar, lo primero que hicimos fue correr como caballos desbocados hasta las escalinatas del castillo del adivino, que con su gigantesca figura oval, se erguía ante nosotros como promesa de misterio. ¿Nos importaba acaso enterarnos de que esta colosal pirámide de treinta y cinco metros de altura se había construido a principios de siglo o conocer la leyenda del enano que lo había erigido en una sola noche? Por supuesto que no, lo único que deseábamos era subir como cabras hasta la cima, sentir el viento en el rostro y saludar desde allí a nuestros afligidos padres que, con el Jesús en la boca, estaban ya arrepentidísimos de esta excursión espontánea.

Una gruesa cadena tendida a lo largo de los ciento cincuenta estrechos y empinados escalones servía de ayuda a los turistas que se animaban a emprender la misma aventura que nosotros. Pero no habríamos de utilizarla: echar mano de ella significaría debilidad y ninguno de los dos estaba dispuesto a parecerse a esos maltrechos gringos y europeos de rostro colorado que, fustigados por el sol yucateco, a duras penas conseguían avanzar hacia la cima. Años más tarde me enteraría de que los mayas, con la intención de que aquellos que subieran al templo no pudieran levantar la cabeza durante el ascenso, ni pudiesen tampoco dar la espalda al dios durante el descenso, habían diseñado mañosamente los escalones para que éstos superaran siempre los cuarenta y cinco grados.

Cuando finalmente culminamos el trayecto y logramos recuperar el aliento, nos recargamos contra la pared de la pequeña edificación que corona la pirámide, saludamos desde allí con un movimiento de mano a nuestros padres que nos parecieron figuritas de barro y nos dedicamos a admirar, boquiabiertos, las demás construcciones de la zona: el Cuadrángulo de las Monjas, el Palacio del Gobernador, la Casa de las Tortugas y otras que, blancas y altivas, centelleaban entre el verdor perene de la selva yucateca.

Ya en tierra, cosa menor nos pareció explorar el resto de Uxmal sin la adrenalina del peligro en las alturas, pero lo hicimos, contentos, con tal de que el enojo de nuestros padres quedara en el olvido. Apenas comenzaba el viaje y no era prudente molestar a papá que había prometido comprarnos en Chetumal un radio de baterías, un par de walkie talkies y una docena de cochecitos hot wheels, por cabeza. De regreso a la carretera, mientras escuchábamos el estéreo del auto a Bienvenido Granda, me di la vuelta en el asiento para mirar, a través del medallón trasero, cómo iba alejándose, poco a poco, la majestuosa figura del castillo del adivino.

Nota: este texto fue leído por el autor durante el evento [i]De Comala a Macondo, pasando por Ichcaanzihó,[/i] el cual se realizó en conmemoración al centenario del natalicio de Juan Rulfo y a los 50 años de [i]Cien años de Soledad[/i] de Gabriel García Márquez.


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