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del

Aline Castellanos
Foto: Valentina Álvarez Borges
La Jornada Maya

Martes 5 de septiembre, 2017

El olor del ajonjolí tostado atraviesa la tarde. Calurosa y color de ámbar. Desde la hamaca miro al fondo del patio el horno de leña. La abuela y sus risotadas sacan del horno charolas de pan, un comal con ajonjolí y el que será mi recuerdo más placentero de la infancia.

Tarde costeña bajo un techo de tejas. Una hamaca y un libro. Árboles de tamarindo, otros de mango y unas palmeras torcidas riegan en el patio arenoso una deliciosa sombra. Y el horno de adobe bajo el imponente toronjil.

Hay risas de mujeres y pies descalzos sobre la arena tibia. El pan sale del horno y ellas dicen palabras que se enciman, ríen con risas que se arremolinan. Las miro y la alegría me invade el cuerpo. Son una sola con la tarde dorada y los aromas del horno.

Tres de ellas tienen el torso desnudo y el pozahuanco abrazado a su cintura. Acomodan el pan en bandejas cubiertas con servilletas que ellas y la abuela han bordado las otras tardes.

El cabello negro y lacio, brillante de aceite de coco les cae sobre la espalda morena. Todas menos la abuela, que tiene el pelo chinito. Negro y blanco. Sin medias tintas. Todas son mixtecas, menos la abuela, que es negra amulatada, color del chocolate que muele en el metate de la cocina.

Yo había estado sumergida en un libro que encontré en el cuarto de mi tío el otro día. Se lo robé tres tardes. En la hamaca del corredor el libro me contó la historia de un náufrago que se comió un pollo crudo. Eso entendí entonces.

Dejé de mirar el libro para mirarlas a ellas. Al mirarlas me miro. Soy nieta de mi abuela, pero mi pelo y mi piel se parece más al de ellas, las mixtecas. De eso está muy orgullosa la abuela, que las nietas no parezcamos “tan morenas”, como le llama ella a las negras. Extraño orgullo que nosotras no tengamos el lastre africano en el cabello, la nariz y la piel. ¿Nació muy chata la nene? ¿Tiene liso su pelito? Es lo primero que preguntaba cada vez que volvía a ser abuela. Aunque la nariz “afiladita” o el cabello lacio nos hiciera más parecidas a las “inditas” o “mixtecas” que a ella le parecían gente “sin razón”; las mismas con las que pasaba el día a las risas.

Ellas, durante el día habían amasado el pan. Hincadas, en unas bateas de madera, me invitaron y yo amasé hasta que me cansé. Tres minutos, más o menos. Luego me fui a la hamaca y ellas al fondo del patio.

Las mujeres de la casa de mi abuela me causaban curiosidad y encanto. Las que tenían el torso desnudo y pozahuanco, caminaban con pasos cortitos, rápidos y no hablaban, cantaban. Peinaban su larguísimo cabello en unas trenzas que enroscaban sobre su cabeza como negras culebras. Y sonreían con la boca y con los ojos. Ellas eran las más dulces de todas. Me ofrecían tortillas recién hechas, aderezadas con sal y una sonrisa. Las que eran parientas de mi abuela se acomodaban orondas en las hamacas del corredor o en el piso, con las rodillas levantadas, a lo hindú. Eran mulatas que hablaban bien fuerte, se reían a carcajadas y algunas fumaban de un taco de hojas que apestaba. Fumaban, escupían y se carcajeaban, todo al mismo tiempo.

A mi abuela le gustaba acostarse en el piso y que le quitaran las canas. A ella y a las demás, unas tías, unas vecinas. Ocho o diez mujeres acostadas o sentadas en el corredor, que era el lugar más fresco de la casa. Ahí tiradas se quitaban las canas, se acicalaban los cabellos, se ponían unas a otras aceite de coco y tomaban agua de jamaica.

A mí me gustaba escucharlas: “¡Manín, qué me deja hacé la nene?, no me deja hacé nada!”. “El chirmole que hice, ¡picaba! ¿Qué chile tonto era?, ¡pendejo era ese chile!” Tenían una forma de juntar la palabra con la risa, que a su lado el mundo era amable, habitable.

Una vez llegó mi tío con un cargamento de papayas verdes, una de aquellas mujeres agarró un cuchillo y las rayó con cuidado. Luego yo tomé una papaya y comencé a arrullarla. Era mi bebé. Desde la cocina mi abuela me dijo que dejara esa papaya en el piso. “Te va a comé el brazo”, me dijo. Yo la miré sin entender. ¿Me va a comer el brazo? Le pregunté. “Sí, ¡te va a comé el brazo, chiquitilla!” me respondió y se volvió a meter a la cocina. Yo miré fijamente a mi bebé, le limpié la leche que le escurría de la boca y lo seguí arrullando. Luego, una escena de llanto y mi mamá lavándome el brazo. “¿Que no te dije, pué? La leche de esa papaya verde come el brazo”, dijo la abuela al pasar rumbo al fogón.

La risa de las mujeres y sus palabras dichas en voz bien alta en medio de la tarde olorosa a ajonjolí y a delicias del horno es el recuerdo que quedó mejor grabado de aquellos años fáciles de la infancia. Ni yo, ni la abuela, ni ninguna de esas mujeres sabíamos qué traía el futuro para cada una. Era sólo la tarde, la hora en que los pájaros aún no empiezan su escandaloso ritual para dormir. “La hora del bronce desbordado” como acertó Chumacero. La hora en que las mujeres ríen para terminar el día, para preparar el siguiente amanecer con pan recién hecho, leña y nixtamal. La hora en que sus manos calientes resguardan los fogones y abren universos de sabor, con olores que apapachan el cuerpo y el alma.

A su lado no había malos espíritus, los que luego conoceríamos, cada una por su lado y al mismo tiempo todas juntas, como una sola.

Quizás porque ahora todo es tan distinto es que vuelvo una y otra vez a esa tarde dorada. A mi abuela comandando su casa a las puras risotadas y a las puras palabrotas: “Bueno, y ese burro tan pendejo? ¡Ya se volvió a salir del corral!, A ver, Chalo, si no eres má burro que el burro, amárralo bien del palo de mango!”. Entre gallinas, conejos y algún venado del monte que se había acostumbrado a ella, como nosotras, las primas, a su tienda llena de delicias salidas de sus manos. Los bolis de chocolate, los quesos frescos, el pan de yema, los flanes hechos con leche de verdad. Acostumbradas todas a su cocina de piso de tierra en donde urdía y amalgamaba sus magias y molía chocolate.

A mí me dejaba pasar el dedo por el metate cuando terminaba de hacer sus tablillas de cacao, azúcar y canela. Igual no le quedaba otra, porque desde que yo sentía el olor del comal tostando todo aquello, me apersonaba en la cocina y no me separaba de la abuela hasta que estaba a punto de lavar el metate. Entonces, me miraba y me preguntaba si quería probar. Más que el dedo, yo hubiera querido lamer el metate, pero me parecía que eso la haría enojar. Entonces, me conformaba con raspar y raspar con el índice hasta que ella consideraba suficiente y comenzaba a echar agua sobre el metate. Con un: “Ya vete pa allá afuera” clausuraba mi felicidad de chocolate.

La línea que divide la felicidad de la desdicha es así de frágil, así de delicada como los huevos de gallina que yo le ayudaba a recoger en las mañanas. “No te pongas tantos en la falda”. Yo no le hacía caso y amontonaba tantos que siempre terminaban varios rotos. Ella no me regañaba, ni me daba cuezcos como a sus hijos, sólo me miraba y movía la cabeza: “Esos te los vas a comé tú”. Y a mí no me importaba. Caminaba contenta a su lado, con la falda llena de huevos frescos.

Esa frágil línea puede convertirse en una marca bien ancha en la frágil memoria. Como un rebozo sobre la cabeza, la desgracia va oscureciendo tantos días vividos, tantos rostros, tanta vida. Con su trazo oscuro e indeleble, da tanto miedo que sólo queda aferrarse a los trozos de felicidad como una perra hambrienta. Para no terminar hundida en las sombras del terror para siempre.

¿Qué es el terror? Aquella tarde en que tenía el olor del ajonjolí tostado metido en el cuerpo, ni remotamente hubiera pensado que lo conocería tan a fondo, que lo tendría pegado a los huesos, que iba a sellarme la piel, cada poro como un enorme tatuaje asfixiante.

Quizás porque en algún lugar el corazón anticipó lo que vendría después, a lo largo de la vida busqué la risa de las mujeres como antídoto para la soledad, el miedo y la sinrazón. Tuve la suerte de encontrarla muchas veces. Arropadora, salvadora.

Cuando no la hallaba afuera, bastaba cerrar los ojos y aspirar con toda el alma para volver a los días luminosos; para desaparecer por momentos esos amaneceres terribles inundados de noticias en los diarios, de disparos inaudibles, de fingimientos amnésicos.

Igual esa franja oscura va ensanchándose por dentro de los ojos, comiéndose cada recuerdo. Haraposa defiendo mi dorada tarde, aunque por fuera de los ojos, de todas formas, se caiga a pedazos. Que el olvido se lleve todo, menos eso. Siquiera ese recuerdo para detener como un dique los horrores que vivimos luego todas, nosotras y ellas y otras. Las que amasaban la vida tienen ahora como pago el otro lado de la moneda.

¿De dónde salió? ¿Desde dónde acechaba, agazapada? Quizás ya campeaba desde hace mucho y no la vimos, ni la olimos llegar. No sabemos si la hiena saltó primero transformada en marido, padre o padrastro y luego transmutó en cualquiera; o llegó con los uniformados y los encapuchados contagió a todos los demás.

Porque el horror de los cuerpos sin manos o sin cabeza, sin senos, sin apenas nada para identificar ahí a una mujer; la devastación cotidiana de los nombres sin cuerpo; de los cuerpos sin nombre, inundó nuestros días y nuestras pesadillas y nuestros insomnios.

Cuando nos dimos cuenta habitábamos en un mundo que nos odiaba.

Casas cerradas, selladas a las seis de la tarde. Susurros apresurados. Calles sin nuestros pasos. Temor a todas horas.

Las niñas van y vienen de la escuela sólo con compañía, las jóvenes se protegen absurdamente con sombrillas, con un palo, con un hombre a su lado. El rostro sellado de risas y los ojos abiertos a la paranoia. Desde hace no sé cuánto vivimos en el inenarrable lugar de las mujeres con miedo.

Terminó de caer la tarde y el gris invade el patio. Los árboles son un montón de troncos lúgubres. Por un momento ni un sonido, ni un soplo. Cierro los ojos. Ahí están. Como siempre, riendo y sacando del horno el pan. Sin saber que mañana les faltará una hija, un ojo, un motivo para vivir. Entre carcajadas sale el ajonjolí tostado que invade la tarde dorada de un olor que por suerte, durará toda la vida.


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